![Mi encuentro con ella [parte 2º]](https://soledadescompartidas.com/wp-content/uploads/2020/11/calle-de-adoquines.jpg)
Mi encuentro con ella [parte 2º]
cronología para leer:
Un dialogo con la muerte / Mi encuentro con ella parte 1º / parte 2º
Lentamente nos adentramos en un largo callejón de aburridas y grises baldosas.
El aire estaba frío y la noche silenciosa y majestuosa se aproximaba intentando disimular su crepuscular presencia.
A lo lejos, en el horizonte marino, algunas nubes de rostros morados comenzaban a asomarse, presagiando la llegada de una sublime y no muy lejana húmeda paz.
Por momentos, y de forma intermitente, el cielo comenzó a iluminarse con un ligero resplandor metalizado que ponía al descubierto la rigidez de sus tormentosos gestos. Mientras tanto, Muerte, presumida y despreocupada, caminaba a mi lado sin inmutarse por ello.
Algunas hojas de los árboles, absortas en un divino espejismo, se desprendían de las copas intentando ensayar un sencillo vuelo que les permitiese sentirse como un pequeño pájaro capaz de volar.
Caminábamos sin prisas y en silencio. Tan solo un lejano eco viviente en mis oídos me recordaba que aún permanecía en esta dimensión de formas limitadas y conciencia infantil.
A nuestro alrededor, todo giraba en perfecta armonía.
La Existencia Infinita, plasmada en lo concreto y lo abstracto, se volvía Una.
La noche y… el sagrado silencio…
La inevitable quietud y… el vacío…
La paz… la beatífica paz… sin dueño alguno, sin nombre propio.
Por detrás de nosotros, y a una muy corta distancia nuestras pisadas, haciendo caso omiso de nuestras presencias, intentaban descubrir nuestros sentimientos, como si se tratase de una gran exclusiva de color rosa.
De vez en cuando, el viento apoyaba sus manos frías en mi rostro, crispando mi sonrojada piel. Mi aliento, tibio y pausado, se elevaba tímidamente al son de mis pasos, transformándose en un vapor cristalino.
En la lejanía del horizonte, la Luna trepaba vigorosamente por la empinada cuesta del firmamento, huyendo de las voraces fauces de las olas que amenazaban con enturbiar su halógeno y acuático resplandor.
Poco a poco, la Eternidad comenzó a teñir el firmamento.
A detener el tiempo… A empañar mis ojos… A aflorar mi esencia….
Mi mente fue acallándose y comencé a descender por un profundo laberinto de silencio en el cual mi consistencia mental empezó a diluirse rápidamente, sin dolor. A mi lado, Muerte continuaba su andar de forma pausada, aunque un tanto distante. Al paso por las luces de las farolas, comencé a reparar en el rostro de mi compañera. Mi temor, basado en mi pasado, me impedía levantar mis ojos para contemplar abiertamente aquel rostro prohibido y temido.
Poco a poco comencé a percibir en aquella etérea presencia una extraña belleza que nunca antes había vislumbrado. ¡No! No era tan horrenda ni tan cruel como me la habían descrito.
En ese preciso instante, un fugaz rayo de luna se precipitó sobre nosotros e iluminó su ansiado rostro. Nuestras miradas, impulsadas por una misteriosa fuerza, tropezaron kármicamente… Nuestros pasos, entonces, comenzaron a acallar sus absurdas prisas…
Entonces su voz, de forma pausada y telepática, invadió súbitamente mi mente.
—Juan, dime: ¿qué buscas en mí?
Un amoroso y oportuno silencio selló mis labios, resguardándome de que inadecuadas e impulsivas palabras pudiesen romper el encanto de aquella pregunta abarrotada de sentimientos.
Al cabo de unos instantes, y luego de un forzado y meditado esfuerzo, musité:
—Muerte, no busco nada en ti, no busco absolutamente nada en ti.
—Entonces, ¿por qué te acercas a mí cuando todo el mundo intenta ignorarme?
Mis ojos, confidentes de mis sentimientos, empañaron su mirada ante el asomo de las generosas lágrimas que brotaron desde lo más hondo de mi ser.
—Muerte, ¡tú eres la que da el valor a mi Vida! ¿Acaso no lo comprendes? ¿Cómo voy a despreciarte? Sin ti… nada sería.
Su rostro se volvió tenso, como intentando detener un rebelde sentimiento femenino que luchaba por expresarse. Sonrojada, alzó despacio los ojos y luego de una breve e incierta pausa, murmuró:
—No deberías estar aquí, Juan. ¿Lo sabes?
—No, no lo sé —respondí en voz baja—, pero… ¿por qué me dices esto, Muerte?
Su semblante cambió repentinamente en el mismo instante en que una azulada y brumosa niebla comenzó a cubrirle los cabellos. Su imagen comenzó a desdibujarse y su voz, un tanto impersonal, volvió a resonar en los laberintos de mi mente:
—Mira, Juan, no puedo ser tu amiga. Tú habitas en el mundo de las formas y, como tal, este tiene sus limitaciones y debes asumirlas. Sinceramente, creo que te será muy difícil y doloroso permanecer en esta Tierra si trasciendes ciertas leyes que rigen al género humano. Recuerda que todo forma parte del Sagrado Plan, y además, Juan, aunque parezca tonta y superficial mi pregunta, dime, ¿qué pensarán de ti los que te rodean si comentas nuestro encuentro?
Un incierto y leal temor se adueñó de mi pecho ante las amenazantes palabras que intentaban hacer peligrar nuestra relación.
—No lo sé, Muerte, pero ¿sabes? ¡No me importa en absoluto lo que piensen! ¿Acaso no eres real? ¿Por qué debo negarte? Muerte, sinceramente, te agradezco tus sentimientos y tu preocupación por mí, pero intentaré expresarte con claridad lo que siento, aunque no sé si encontraré las palabras adecuadas para ello.
Tú, Muerte, en estos momentos existes en mi conciencia y has cobrado forma y vida porque yo te veo y me relaciono contigo a través de una imagen animada de delgados huesos y brazos de pan. Pero supongo, Muerte, que sabrás que tú eres un “divino” espejismo que existe solo en el reino humano, y te digo esto, Muerte, porque cuando recobro atisbos de mi Memoria Transcendente y me diluyo en el Infinito perdiendo mi conciencia humana, tú, al igual que cualquier otro ser de esta Tierra, también mueres. Y lo más curioso es que ni siquiera dejas señal alguna de haber existido.
Por todo ello, Muerte, no debes preocuparte por mí. Más aún, creo que no tardará mucho en llegar el día en que mis hermanos puedan reconocer lo que hoy intento transmitirte.
El firmamento, silencioso testigo de nuestras confesiones, desgarraba su etérea piel al paso de cada uno de los relámpagos que recorrían su ennegrecido cuerpo.
Al cabo de unos instantes, un rayo despiadado abrió una profunda herida en sus entrañas y un poderoso estruendo se dejó oír en sus confines.
La Vida, engalanada de silenciosa Eternidad, asomó su rostro detrás de un impresionante velo de cristalinas gotas de lluvia. En los contornos de mi Alma, y de forma misteriosa, aparecieron grabadas las siguientes palabras:
Juan recuerda:
La Vida es eterna… más allá de la conciencia humana…
Lentamente comencé a recobrar la conciencia de mis pasos. Una bendita y humilde sensación de pequeñez envolvía mi ser. Mi cuerpo, ligeramente dolorido, recobraba su existencia en medio de la noche.
Mis labios balbuceaban torpemente los sagrados vocablos que todo lo abarcan:
Gracias, Vida, gracias.
@Juan Vladimir
Febrero 1999
cronología para leer:
Un dialogo con la muerte / Mi encuentro con ella parte 1º / parte 2º
Lentamente nos adentramos en un largo callejón de aburridas y grises baldosas.
El aire estaba frío y la noche silenciosa y majestuosa se aproximaba intentando disimular su crepuscular presencia.
A lo lejos, en el horizonte marino, algunas nubes de rostros morados comenzaban a asomarse, presagiando la llegada de una sublime y no muy lejana húmeda paz.
Por momentos, y de forma intermitente, el cielo comenzó a iluminarse con un ligero resplandor metalizado que ponía al descubierto la rigidez de sus tormentosos gestos. Mientras tanto, Muerte, presumida y despreocupada, caminaba a mi lado sin inmutarse por ello.
Algunas hojas de los árboles, absortas en un divino espejismo, se desprendían de las copas intentando ensayar un sencillo vuelo que les permitiese sentirse como un pequeño pájaro capaz de volar.
Caminábamos sin prisas y en silencio. Tan solo un lejano eco viviente en mis oídos me recordaba que aún permanecía en esta dimensión de formas limitadas y conciencia infantil.
A nuestro alrededor, todo giraba en perfecta armonía.
La Existencia Infinita, plasmada en lo concreto y lo abstracto, se volvía Una.
La noche y… el sagrado silencio…
La inevitable quietud y… el vacío…
La paz… la beatífica paz… sin dueño alguno, sin nombre propio.
Por detrás de nosotros, y a una muy corta distancia nuestras pisadas, haciendo caso omiso de nuestras presencias, intentaban descubrir nuestros sentimientos, como si se tratase de una gran exclusiva de color rosa.
De vez en cuando, el viento apoyaba sus manos frías en mi rostro, crispando mi sonrojada piel. Mi aliento, tibio y pausado, se elevaba tímidamente al son de mis pasos, transformándose en un vapor cristalino.
En la lejanía del horizonte, la Luna trepaba vigorosamente por la empinada cuesta del firmamento, huyendo de las voraces fauces de las olas que amenazaban con enturbiar su halógeno y acuático resplandor.
Poco a poco, la Eternidad comenzó a teñir el firmamento.
A detener el tiempo… A empañar mis ojos… A aflorar mi esencia….
Mi mente fue acallándose y comencé a descender por un profundo laberinto de silencio en el cual mi consistencia mental empezó a diluirse rápidamente, sin dolor. A mi lado, Muerte continuaba su andar de forma pausada, aunque un tanto distante. Al paso por las luces de las farolas, comencé a reparar en el rostro de mi compañera. Mi temor, basado en mi pasado, me impedía levantar mis ojos para contemplar abiertamente aquel rostro prohibido y temido.
Poco a poco comencé a percibir en aquella etérea presencia una extraña belleza que nunca antes había vislumbrado. ¡No! No era tan horrenda ni tan cruel como me la habían descrito.
En ese preciso instante, un fugaz rayo de luna se precipitó sobre nosotros e iluminó su ansiado rostro. Nuestras miradas, impulsadas por una misteriosa fuerza, tropezaron kármicamente… Nuestros pasos, entonces, comenzaron a acallar sus absurdas prisas…
Entonces su voz, de forma pausada y telepática, invadió súbitamente mi mente.
—Juan, dime: ¿qué buscas en mí?
Un amoroso y oportuno silencio selló mis labios, resguardándome de que inadecuadas e impulsivas palabras pudiesen romper el encanto de aquella pregunta abarrotada de sentimientos.
Al cabo de unos instantes, y luego de un forzado y meditado esfuerzo, musité:
—Muerte, no busco nada en ti, no busco absolutamente nada en ti.
—Entonces, ¿por qué te acercas a mí cuando todo el mundo intenta ignorarme?
Mis ojos, confidentes de mis sentimientos, empañaron su mirada ante el asomo de las generosas lágrimas que brotaron desde lo más hondo de mi ser.
—Muerte, ¡tú eres la que da el valor a mi Vida! ¿Acaso no lo comprendes? ¿Cómo voy a despreciarte? Sin ti… nada sería.
Su rostro se volvió tenso, como intentando detener un rebelde sentimiento femenino que luchaba por expresarse. Sonrojada, alzó despacio los ojos y luego de una breve e incierta pausa, murmuró:
—No deberías estar aquí, Juan. ¿Lo sabes?
—No, no lo sé —respondí en voz baja—, pero… ¿por qué me dices esto, Muerte?
Su semblante cambió repentinamente en el mismo instante en que una azulada y brumosa niebla comenzó a cubrirle los cabellos. Su imagen comenzó a desdibujarse y su voz, un tanto impersonal, volvió a resonar en los laberintos de mi mente:
—Mira, Juan, no puedo ser tu amiga. Tú habitas en el mundo de las formas y, como tal, este tiene sus limitaciones y debes asumirlas. Sinceramente, creo que te será muy difícil y doloroso permanecer en esta Tierra si trasciendes ciertas leyes que rigen al género humano. Recuerda que todo forma parte del Sagrado Plan, y además, Juan, aunque parezca tonta y superficial mi pregunta, dime, ¿qué pensarán de ti los que te rodean si comentas nuestro encuentro?
Un incierto y leal temor se adueñó de mi pecho ante las amenazantes palabras que intentaban hacer peligrar nuestra relación.
—No lo sé, Muerte, pero ¿sabes? ¡No me importa en absoluto lo que piensen! ¿Acaso no eres real? ¿Por qué debo negarte? Muerte, sinceramente, te agradezco tus sentimientos y tu preocupación por mí, pero intentaré expresarte con claridad lo que siento, aunque no sé si encontraré las palabras adecuadas para ello.
Tú, Muerte, en estos momentos existes en mi conciencia y has cobrado forma y vida porque yo te veo y me relaciono contigo a través de una imagen animada de delgados huesos y brazos de pan. Pero supongo, Muerte, que sabrás que tú eres un “divino” espejismo que existe solo en el reino humano, y te digo esto, Muerte, porque cuando recobro atisbos de mi Memoria Transcendente y me diluyo en el Infinito perdiendo mi conciencia humana, tú, al igual que cualquier otro ser de esta Tierra, también mueres. Y lo más curioso es que ni siquiera dejas señal alguna de haber existido.
Por todo ello, Muerte, no debes preocuparte por mí. Más aún, creo que no tardará mucho en llegar el día en que mis hermanos puedan reconocer lo que hoy intento transmitirte.
El firmamento, silencioso testigo de nuestras confesiones, desgarraba su etérea piel al paso de cada uno de los relámpagos que recorrían su ennegrecido cuerpo.
Al cabo de unos instantes, un rayo despiadado abrió una profunda herida en sus entrañas y un poderoso estruendo se dejó oír en sus confines.
La Vida, engalanada de silenciosa Eternidad, asomó su rostro detrás de un impresionante velo de cristalinas gotas de lluvia. En los contornos de mi Alma, y de forma misteriosa, aparecieron grabadas las siguientes palabras:
Juan recuerda:
La Vida es eterna… más allá de la conciencia humana…
Lentamente comencé a recobrar la conciencia de mis pasos. Una bendita y humilde sensación de pequeñez envolvía mi ser. Mi cuerpo, ligeramente dolorido, recobraba su existencia en medio de la noche.
Mis labios balbuceaban torpemente los sagrados vocablos que todo lo abarcan:
Gracias, Vida, gracias.
@Juan Vladimir
Febrero 1999