
Naufragio
Innumerables cicatrices marcaban mi dolorido cuerpo que, sujeto a un madero aún flotaba en la infinitud del azul marino. Mis ojos agarrotados por el salitre permanecían aún cerrados, como pegados para siempre a la piel de mi rostro, sin embargo, sabían que tarde o temprano debían volver a abrirse nuevamente y contemplar la inmensidad de la existencia reflejada sobre la superficie oceánica.
Mis manos, encallecidas y fatigadas no podían disimular el denodado esfuerzo que habían realizado durante tantos años para sobrevivir. Mis huesos, unidos fuertemente entre sí por desgastadas bisagras, crujían a cada nuevo esfuerzo que realizaban, expresando de esta forma su cansancio y su dolor.
Todo mi ser, sobreviviente milagroso de aquel naufragio, reposaba lúcido tendido sobre aquel tablero marino que flotaba a la deriva, mi alma en tanto, se resguardaba de las inclemencias del dolor humano y, a pesar de no pertenecer a este mundo, había hecho de él su refugio.
El amanecer húmedo llegaba de prisa, y la conciencia de permanecer aún con vida comenzaba a manifestarse en mis sentidos. Poco a poco, al ir despertando de mi letargo, iban apareciendo en mi mente las primeras señales de mi presente: La conciencia de mi tiempo finito y el darme cuenta del largo camino que había recorrido casi sin haberme dado cuenta de ello.
A medida que iba tomando conciencia de haber sobrevivido a aquel naufragio llamado “mi vida”, comenzó a invadirme la sensación de sentirme afortunado. Lentamente y con mucho esfuerzo debido al dolor de tener que enfrentar nuevamente la realidad comencé a mover mis párpados. ¡Ante mi asombro! al abrirlos descubrí un inmenso cielo azul que me contemplaba. Volví a cerrarlos y a abrirlos varias veces, y el cielo continuaba siendo el mismo de siempre. El firmamento azul, inmaculado en su piel, me envolvía por doquier, separando o tal vez uniendo lo divino con lo humano, lo sublime con lo tosco que habitaba en mi condición humana. De vez en cuando algunas nubes blancas guiadas por el viento caminaban a su antojo por sus calles azules y me distraían, luego desaparecían de forma rápida y sigilosa, perseguidas por invisibles corrientes de aire.
Poco a poco me incorporé y me senté sobre la gruesa madera que me sujetaba a la vida. Cegado por los rayos del sol intenté escrudiñar el horizonte y entonces descubrí que no estaba sólo como yo creía. ¡Sí! ¡No estaba solo en el inmenso mar de la existencia que me rodeaba! A mi alrededor, una multitud de seres también luchaban incansablemente por sobrevivir al igual que yo para no perecer engullidos por la inmensidad que nos mantenía prisioneros.
Al descubrirlos en un inconsciente y compasivo gesto, comencé a agitar mis brazos para hacerles señales que captaran su atención. Mis labios ensayaban indefensos vocablos que pretendían revelarles que aún ¡estábamos vivos! pero, a pesar de mis esfuerzos, quienes me rodeaban no se percataban de mi presencia; estaban tan ocupados consigo mismos que no podían ver más allá, porque no miraban. La cotidiana rutina del esfuerzo por sobrevivir haciendo equilibrios sobre las maderas que sujetaban sus vidas los devoraba, y su única ambición era alcanzar uno de los tantos salvavidas que flotaban a su alrededor.
Estos – los salvavidas- sujetaban los cuerpos de muchos de aquellos náufragos, y a pesar de tener un mismo color en su superficie y un tamaño igual, se diferenciaban por los nombres que tenían impresos en sus impermeables superficies:
Felicidad / Ilusión / Ambición / Trabajo / Dinero / Familia / Triunfo / Esperanza / Seguridad / Futuro / …
y tantos otros nombres que no logro recordar. Algunos de estos nombres estaban medio despintados, tal vez por el paso del tiempo o por el roce del agua (la vida) sobre aquella blanca tela, pero cada uno de ellos representaba el sentido de la existencia, de la lucha, en definitiva, de sus vidas y ayudaban a sobrevivir a aquellas gentes que flotaban en la inmensidad del océano de la existencia.
Sobre la piel de aquel sinuoso mar, la condición humana se aferraba a lo que podía para sobrevivir, al igual que yo.
Los salvavidas eran los recursos de aquellos huérfanos que habían naufragado. Cada uno de los sobrevivientes se aferraba a la vida como podía, todos o casi todos habían sido narcotizados con la poderosa droga que anulaba sus conciencias y les distorsionaba la percepción de la realidad:
Habían perdido la conciencia de su finitud y vivían persiguiendo un horizonte al que llamaban seguridad y futuro, sintiéndose inmortales. De esta forma, sus vidas se transformaban en una lucha constante de sacrificio y dolor, en pos de un lejano espejismo, de un irreal concepto de felicidad.
Mi alma, contemplaba desde la lejanía y lloraba su llanto silenciosamente al observar cómo, algunos náufragos se abandonaban a sí mismos soltando sus salvavidas, tras lo cual perecían. Otros, en cambio, aterrados y cegados por una irreal ceguera, se aferraban a una creencia y flotaban por inercia, esperando que alguien, en un futuro que trascendía los límites de la existencia, los rescatase para vivir eternamente.
Observando desde la distancia, descubrí como aquellos benditos salvavidas que ayudaban a los náufragos a sobrevivir, a su vez condenaban a muchos de ellos a una especie de inmovilismo, de pasividad consigo mismos, porque la dificultad de moverse con el salvavidas, (que representaba su búsqueda existencial) sujeto al cuello parecía mucho mayor. ¡No era fácil el desprenderse del significado de aquel elemento!
Algunas veces, aquel inmenso mar llamado Vida se agitaba y las grandes olas engullían a numerosos náufragos. De mis ojos brotaba entonces un torrente de lágrimas como clara señal de protesta y dolor al no comprender el porqué de tanto sufrimiento. Pero también era verdad que, en esos momentos de confusión, de dolor y de claridad, ya que el sufrimiento nos vuelve clarividentes, uno se rinde al Infinito.
Levantando los ojos elevé mi silencioso agradecimiento al cielo al sentirme insignificante en manos de un sentimiento de amor eterno llamado Vida. Mis ojos fueron acostumbrándose a la claridad que proporcionaba la conciencia de saberse ignorante. Los pensamientos cesaban y las viejas creencias que me habían adormecido durante tanto tiempo desaparecían como por arte de magia. La realidad humana que contemplaban mis ojos superaba con creces cualquier fantasía que una mente podía imaginar.
Mecida en los brazos del mar azul de la existencia, mi alma sobrevive guarecida en esta frágil envoltura humana. La necesidad de descifrar el misterio humano ha desaparecido de mí interior, en su lugar, un sentimiento de amor que me une al Gran Cielo me cobija sin preguntas.
@Juan Vladimir
Febrero 2017
Innumerables cicatrices marcaban mi dolorido cuerpo que, sujeto a un madero aún flotaba en la infinitud del azul marino. Mis ojos agarrotados por el salitre permanecían aún cerrados, como pegados para siempre a la piel de mi rostro, sin embargo, sabían que tarde o temprano debían volver a abrirse nuevamente y contemplar la inmensidad de la existencia reflejada sobre la superficie oceánica.
Mis manos, encallecidas y fatigadas no podían disimular el denodado esfuerzo que habían realizado durante tantos años para sobrevivir. Mis huesos, unidos fuertemente entre sí por desgastadas bisagras, crujían a cada nuevo esfuerzo que realizaban, expresando de esta forma su cansancio y su dolor.
Todo mi ser, sobreviviente milagroso de aquel naufragio, reposaba lúcido tendido sobre aquel tablero marino que flotaba a la deriva, mi alma en tanto, se resguardaba de las inclemencias del dolor humano y, a pesar de no pertenecer a este mundo, había hecho de él su refugio.
El amanecer húmedo llegaba de prisa, y la conciencia de permanecer aún con vida comenzaba a manifestarse en mis sentidos. Poco a poco, al ir despertando de mi letargo, iban apareciendo en mi mente las primeras señales de mi presente: La conciencia de mi tiempo finito y el darme cuenta del largo camino que había recorrido casi sin haberme dado cuenta de ello.
A medida que iba tomando conciencia de haber sobrevivido a aquel naufragio llamado “mi vida”, comenzó a invadirme la sensación de sentirme afortunado. Lentamente y con mucho esfuerzo debido al dolor de tener que enfrentar nuevamente la realidad comencé a mover mis párpados. ¡Ante mi asombro! al abrirlos descubrí un inmenso cielo azul que me contemplaba. Volví a cerrarlos y a abrirlos varias veces, y el cielo continuaba siendo el mismo de siempre. El firmamento azul, inmaculado en su piel, me envolvía por doquier, separando o tal vez uniendo lo divino con lo humano, lo sublime con lo tosco que habitaba en mi condición humana. De vez en cuando algunas nubes blancas guiadas por el viento caminaban a su antojo por sus calles azules y me distraían, luego desaparecían de forma rápida y sigilosa, perseguidas por invisibles corrientes de aire.
Poco a poco me incorporé y me senté sobre la gruesa madera que me sujetaba a la vida. Cegado por los rayos del sol intenté escrudiñar el horizonte y entonces descubrí que no estaba sólo como yo creía. ¡Sí! ¡No estaba solo en el inmenso mar de la existencia que me rodeaba! A mi alrededor, una multitud de seres también luchaban incansablemente por sobrevivir al igual que yo para no perecer engullidos por la inmensidad que nos mantenía prisioneros.
Al descubrirlos en un inconsciente y compasivo gesto, comencé a agitar mis brazos para hacerles señales que captaran su atención. Mis labios ensayaban indefensos vocablos que pretendían revelarles que aún ¡estábamos vivos! pero, a pesar de mis esfuerzos, quienes me rodeaban no se percataban de mi presencia; estaban tan ocupados consigo mismos que no podían ver más allá, porque no miraban. La cotidiana rutina del esfuerzo por sobrevivir haciendo equilibrios sobre las maderas que sujetaban sus vidas los devoraba, y su única ambición era alcanzar uno de los tantos salvavidas que flotaban a su alrededor.
Estos – los salvavidas- sujetaban los cuerpos de muchos de aquellos náufragos, y a pesar de tener un mismo color en su superficie y un tamaño igual, se diferenciaban por los nombres que tenían impresos en sus impermeables superficies:
Felicidad / Ilusión / Ambición / Trabajo / Dinero / Familia / Triunfo / Esperanza / Seguridad / Futuro / …
y tantos otros nombres que no logro recordar. Algunos de estos nombres estaban medio despintados, tal vez por el paso del tiempo o por el roce del agua (la vida) sobre aquella blanca tela, pero cada uno de ellos representaba el sentido de la existencia, de la lucha, en definitiva, de sus vidas y ayudaban a sobrevivir a aquellas gentes que flotaban en la inmensidad del océano de la existencia.
Sobre la piel de aquel sinuoso mar, la condición humana se aferraba a lo que podía para sobrevivir, al igual que yo.
Los salvavidas eran los recursos de aquellos huérfanos que habían naufragado. Cada uno de los sobrevivientes se aferraba a la vida como podía, todos o casi todos habían sido narcotizados con la poderosa droga que anulaba sus conciencias y les distorsionaba la percepción de la realidad:
Habían perdido la conciencia de su finitud y vivían persiguiendo un horizonte al que llamaban seguridad y futuro, sintiéndose inmortales. De esta forma, sus vidas se transformaban en una lucha constante de sacrificio y dolor, en pos de un lejano espejismo, de un irreal concepto de felicidad.
Mi alma, contemplaba desde la lejanía y lloraba su llanto silenciosamente al observar cómo, algunos náufragos se abandonaban a sí mismos soltando sus salvavidas, tras lo cual perecían. Otros, en cambio, aterrados y cegados por una irreal ceguera, se aferraban a una creencia y flotaban por inercia, esperando que alguien, en un futuro que trascendía los límites de la existencia, los rescatase para vivir eternamente.
Observando desde la distancia, descubrí como aquellos benditos salvavidas que ayudaban a los náufragos a sobrevivir, a su vez condenaban a muchos de ellos a una especie de inmovilismo, de pasividad consigo mismos, porque la dificultad de moverse con el salvavidas, (que representaba su búsqueda existencial) sujeto al cuello parecía mucho mayor. ¡No era fácil el desprenderse del significado de aquel elemento!
Algunas veces, aquel inmenso mar llamado Vida se agitaba y las grandes olas engullían a numerosos náufragos. De mis ojos brotaba entonces un torrente de lágrimas como clara señal de protesta y dolor al no comprender el porqué de tanto sufrimiento. Pero también era verdad que, en esos momentos de confusión, de dolor y de claridad, ya que el sufrimiento nos vuelve clarividentes, uno se rinde al Infinito.
Levantando los ojos elevé mi silencioso agradecimiento al cielo al sentirme insignificante en manos de un sentimiento de amor eterno llamado Vida. Mis ojos fueron acostumbrándose a la claridad que proporcionaba la conciencia de saberse ignorante. Los pensamientos cesaban y las viejas creencias que me habían adormecido durante tanto tiempo desaparecían como por arte de magia. La realidad humana que contemplaban mis ojos superaba con creces cualquier fantasía que una mente podía imaginar.
Mecida en los brazos del mar azul de la existencia, mi alma sobrevive guarecida en esta frágil envoltura humana. La necesidad de descifrar el misterio humano ha desaparecido de mí interior, en su lugar, un sentimiento de amor que me une al Gran Cielo me cobija sin preguntas.
@Juan Vladimir
Febrero 2017