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Naufragio

Naufragio

Innumerables cicatrices marcaban mi dolorido cuerpo que, sujeto a un madero aún flotaba en la infinitud del azul marino. Mis ojos agarrotados por el salitre permanecían aún cerrados, como pegados para siempre a la piel de mi rostro, sin embargo, sabían que tarde o temprano debían volver a abrirse nuevamente y contemplar la inmensidad de la existencia reflejada sobre la superficie oceánica.

Mis manos, encallecidas y fatigadas no podían disimular el denodado esfuerzo que habían realizado durante tantos años para sobrevivir. Mis huesos, unidos fuertemente entre sí por desgastadas bisagras, crujían a cada nuevo esfuerzo que realizaban, expresando de esta forma su cansancio y su dolor. 

Todo mi ser, sobreviviente milagroso de aquel naufragio, reposaba lúcido tendido sobre aquel tablero marino que flotaba a la deriva, mi alma en tanto, se resguardaba de las inclemencias del dolor humano y, a pesar de no pertenecer a este mundo, había hecho de él su refugio. 

El amanecer húmedo llegaba de prisa, y la conciencia de permanecer aún con vida comenzaba a manifestarse en mis sentidos. Poco a poco, al ir despertando de mi letargo, iban apareciendo en mi mente las primeras señales de mi presente: La conciencia de mi tiempo finito y el darme cuenta del largo camino que había recorrido casi sin haberme dado cuenta de ello.

A medida que iba tomando conciencia de haber sobrevivido a aquel naufragio llamado “mi vida”, comenzó a invadirme la sensación de sentirme afortunado. Lentamente y con mucho esfuerzo debido al dolor de tener que enfrentar nuevamente la realidad comencé a mover mis párpados. ¡Ante mi asombro! al abrirlos descubrí un inmenso cielo azul que me contemplaba. Volví a cerrarlos y a abrirlos varias veces, y el cielo continuaba siendo el mismo de siempre. El firmamento azul, inmaculado en su piel, me envolvía por doquier, separando o tal vez uniendo lo divino con lo humano, lo sublime con lo tosco que habitaba en mi condición humana. De vez en cuando algunas nubes blancas guiadas por el viento caminaban a su antojo por sus calles azules y me distraían, luego desaparecían de forma rápida y sigilosa, perseguidas por invisibles corrientes de aire.                                                                                                                                

Poco a poco me incorporé y me senté sobre la gruesa madera que me sujetaba a la vida. Cegado por los rayos del sol intenté escrudiñar el horizonte y entonces descubrí que no estaba sólo como yo creía. ¡Sí! ¡No estaba solo en el inmenso mar de la existencia que me rodeaba! A mi alrededor, una multitud de seres también luchaban incansablemente por sobrevivir al igual que yo para no perecer engullidos por la inmensidad que nos mantenía prisioneros. 

Al descubrirlos en un inconsciente y compasivo gesto, comencé a agitar mis brazos para hacerles señales que captaran su atención.         Mis labios ensayaban indefensos vocablos que pretendían revelarles que aún ¡estábamos vivos! pero, a pesar de mis esfuerzos, quienes me rodeaban no se percataban de mi presencia; estaban tan ocupados consigo mismos que no podían ver más allá, porque no miraban. La cotidiana rutina del esfuerzo por sobrevivir haciendo equilibrios sobre las maderas que sujetaban sus vidas los devoraba, y su única ambición era alcanzar uno de los tantos salvavidas que flotaban a su alrededor. 

Estos – los salvavidas- sujetaban los cuerpos de muchos de aquellos náufragos, y a pesar de tener un mismo color en su superficie y un tamaño igual, se diferenciaban por los nombres que tenían impresos en sus impermeables superficies:

Felicidad / Ilusión / Ambición / Trabajo / Dinero / Familia / Triunfo / Esperanza / Seguridad / Futuro / … 

y tantos otros nombres que no logro recordar. Algunos de estos nombres estaban medio despintados, tal vez por el paso del tiempo o por el roce del agua (la vida) sobre aquella blanca tela, pero cada uno de ellos representaba el sentido de la existencia, de la lucha, en definitiva, de sus vidas y ayudaban a sobrevivir a aquellas gentes que flotaban en la inmensidad del océano de la existencia.

Sobre la piel de aquel sinuoso mar, la condición humana se aferraba a lo que podía para sobrevivir, al igual que yo.

Los salvavidas eran los recursos de aquellos huérfanos que habían naufragado. Cada uno de los sobrevivientes se aferraba a la vida como podía, todos o casi todos habían sido narcotizados con la poderosa droga que anulaba sus conciencias y les distorsionaba la percepción de la realidad: 

Habían perdido la conciencia de su finitud y vivían persiguiendo un horizonte al que llamaban seguridad y futuro, sintiéndose inmortales. De esta forma, sus vidas se transformaban en una lucha constante de sacrificio y dolor, en pos de un lejano espejismo, de un irreal concepto de felicidad. 

Mi alma, contemplaba desde la lejanía y lloraba su llanto silenciosamente al observar cómo, algunos náufragos se abandonaban a sí mismos soltando sus salvavidas, tras lo cual perecían. Otros, en cambio, aterrados y cegados por una irreal ceguera, se aferraban a una creencia y flotaban por inercia, esperando que alguien, en un futuro que trascendía los límites de la existencia, los rescatase para vivir eternamente.

Observando desde la distancia, descubrí como aquellos benditos salvavidas que ayudaban a los náufragos a sobrevivir, a su vez condenaban a muchos de ellos a una especie de inmovilismo, de pasividad consigo mismos, porque la dificultad de moverse con el salvavidas, (que representaba su búsqueda existencial) sujeto al cuello parecía mucho mayor. ¡No era fácil el desprenderse del significado de aquel elemento! 

Algunas veces, aquel inmenso mar llamado Vida se agitaba y las grandes olas engullían a numerosos náufragos. De mis ojos brotaba entonces un torrente de lágrimas como clara señal de protesta y dolor al no comprender el porqué de tanto sufrimiento. Pero también era verdad que, en esos momentos de confusión, de dolor y de claridad, ya que el sufrimiento nos vuelve clarividentes, uno se rinde al Infinito.

Levantando los ojos elevé mi silencioso agradecimiento al cielo al sentirme insignificante en manos de un sentimiento de amor eterno llamado Vida. Mis ojos fueron acostumbrándose a la claridad que proporcionaba la conciencia de saberse ignorante. Los pensamientos cesaban y las viejas creencias que me habían adormecido durante tanto tiempo desaparecían como por arte de magia. La realidad humana que contemplaban mis ojos superaba con creces cualquier fantasía que una mente podía imaginar. 

Mecida en los brazos del mar azul de la existencia, mi alma sobrevive guarecida en esta frágil envoltura humana. La necesidad de descifrar el misterio humano ha desaparecido de mí interior, en su lugar, un sentimiento de amor que me une al Gran Cielo me cobija sin preguntas. 

@Juan Vladimir

Febrero 2017 

Innumerables cicatrices marcaban mi dolorido cuerpo que, sujeto a un madero aún flotaba en la infinitud del azul marino. Mis ojos agarrotados por el salitre permanecían aún cerrados, como pegados para siempre a la piel de mi rostro, sin embargo, sabían que tarde o temprano debían volver a abrirse nuevamente y contemplar la inmensidad de la existencia reflejada sobre la superficie oceánica.

Mis manos, encallecidas y fatigadas no podían disimular el denodado esfuerzo que habían realizado durante tantos años para sobrevivir. Mis huesos, unidos fuertemente entre sí por desgastadas bisagras, crujían a cada nuevo esfuerzo que realizaban, expresando de esta forma su cansancio y su dolor. 

Todo mi ser, sobreviviente milagroso de aquel naufragio, reposaba lúcido tendido sobre aquel tablero marino que flotaba a la deriva, mi alma en tanto, se resguardaba de las inclemencias del dolor humano y, a pesar de no pertenecer a este mundo, había hecho de él su refugio. 

El amanecer húmedo llegaba de prisa, y la conciencia de permanecer aún con vida comenzaba a manifestarse en mis sentidos. Poco a poco, al ir despertando de mi letargo, iban apareciendo en mi mente las primeras señales de mi presente: La conciencia de mi tiempo finito y el darme cuenta del largo camino que había recorrido casi sin haberme dado cuenta de ello.

A medida que iba tomando conciencia de haber sobrevivido a aquel naufragio llamado “mi vida”, comenzó a invadirme la sensación de sentirme afortunado. Lentamente y con mucho esfuerzo debido al dolor de tener que enfrentar nuevamente la realidad comencé a mover mis párpados. ¡Ante mi asombro! al abrirlos descubrí un inmenso cielo azul que me contemplaba. Volví a cerrarlos y a abrirlos varias veces, y el cielo continuaba siendo el mismo de siempre. El firmamento azul, inmaculado en su piel, me envolvía por doquier, separando o tal vez uniendo lo divino con lo humano, lo sublime con lo tosco que habitaba en mi condición humana. De vez en cuando algunas nubes blancas guiadas por el viento caminaban a su antojo por sus calles azules y me distraían, luego desaparecían de forma rápida y sigilosa, perseguidas por invisibles corrientes de aire.                                                                                                                                

Poco a poco me incorporé y me senté sobre la gruesa madera que me sujetaba a la vida. Cegado por los rayos del sol intenté escrudiñar el horizonte y entonces descubrí que no estaba sólo como yo creía. ¡Sí! ¡No estaba solo en el inmenso mar de la existencia que me rodeaba! A mi alrededor, una multitud de seres también luchaban incansablemente por sobrevivir al igual que yo para no perecer engullidos por la inmensidad que nos mantenía prisioneros. 

Al descubrirlos en un inconsciente y compasivo gesto, comencé a agitar mis brazos para hacerles señales que captaran su atención.         Mis labios ensayaban indefensos vocablos que pretendían revelarles que aún ¡estábamos vivos! pero, a pesar de mis esfuerzos, quienes me rodeaban no se percataban de mi presencia; estaban tan ocupados consigo mismos que no podían ver más allá, porque no miraban. La cotidiana rutina del esfuerzo por sobrevivir haciendo equilibrios sobre las maderas que sujetaban sus vidas los devoraba, y su única ambición era alcanzar uno de los tantos salvavidas que flotaban a su alrededor. 

Estos – los salvavidas- sujetaban los cuerpos de muchos de aquellos náufragos, y a pesar de tener un mismo color en su superficie y un tamaño igual, se diferenciaban por los nombres que tenían impresos en sus impermeables superficies:

Felicidad / Ilusión / Ambición / Trabajo / Dinero / Familia / Triunfo / Esperanza / Seguridad / Futuro / … 

y tantos otros nombres que no logro recordar. Algunos de estos nombres estaban medio despintados, tal vez por el paso del tiempo o por el roce del agua (la vida) sobre aquella blanca tela, pero cada uno de ellos representaba el sentido de la existencia, de la lucha, en definitiva, de sus vidas y ayudaban a sobrevivir a aquellas gentes que flotaban en la inmensidad del océano de la existencia.

Sobre la piel de aquel sinuoso mar, la condición humana se aferraba a lo que podía para sobrevivir, al igual que yo.

Los salvavidas eran los recursos de aquellos huérfanos que habían naufragado. Cada uno de los sobrevivientes se aferraba a la vida como podía, todos o casi todos habían sido narcotizados con la poderosa droga que anulaba sus conciencias y les distorsionaba la percepción de la realidad: 

Habían perdido la conciencia de su finitud y vivían persiguiendo un horizonte al que llamaban seguridad y futuro, sintiéndose inmortales. De esta forma, sus vidas se transformaban en una lucha constante de sacrificio y dolor, en pos de un lejano espejismo, de un irreal concepto de felicidad. 

Mi alma, contemplaba desde la lejanía y lloraba su llanto silenciosamente al observar cómo, algunos náufragos se abandonaban a sí mismos soltando sus salvavidas, tras lo cual perecían. Otros, en cambio, aterrados y cegados por una irreal ceguera, se aferraban a una creencia y flotaban por inercia, esperando que alguien, en un futuro que trascendía los límites de la existencia, los rescatase para vivir eternamente.

Observando desde la distancia, descubrí como aquellos benditos salvavidas que ayudaban a los náufragos a sobrevivir, a su vez condenaban a muchos de ellos a una especie de inmovilismo, de pasividad consigo mismos, porque la dificultad de moverse con el salvavidas, (que representaba su búsqueda existencial) sujeto al cuello parecía mucho mayor. ¡No era fácil el desprenderse del significado de aquel elemento! 

Algunas veces, aquel inmenso mar llamado Vida se agitaba y las grandes olas engullían a numerosos náufragos. De mis ojos brotaba entonces un torrente de lágrimas como clara señal de protesta y dolor al no comprender el porqué de tanto sufrimiento. Pero también era verdad que, en esos momentos de confusión, de dolor y de claridad, ya que el sufrimiento nos vuelve clarividentes, uno se rinde al Infinito.

Levantando los ojos elevé mi silencioso agradecimiento al cielo al sentirme insignificante en manos de un sentimiento de amor eterno llamado Vida. Mis ojos fueron acostumbrándose a la claridad que proporcionaba la conciencia de saberse ignorante. Los pensamientos cesaban y las viejas creencias que me habían adormecido durante tanto tiempo desaparecían como por arte de magia. La realidad humana que contemplaban mis ojos superaba con creces cualquier fantasía que una mente podía imaginar. 

Mecida en los brazos del mar azul de la existencia, mi alma sobrevive guarecida en esta frágil envoltura humana. La necesidad de descifrar el misterio humano ha desaparecido de mí interior, en su lugar, un sentimiento de amor que me une al Gran Cielo me cobija sin preguntas. 

@Juan Vladimir

Febrero 2017 

El armario

El armario

El viejo armario de rostro descolorido reposaba inerme sobre la pared blanca de aquella habitación. Sus viejas puertas conservaban aún el increíble poder de iluminar y oscurecer el interior de aquel añoso mueble. A cada nuevo esfuerzo que realizaban tanto para abrirse o cerrarse sus bisagras, agarrotadas y oxidadas emitían metálicos quejidos que recordaban su fosca vejez. Un espejo de moteado semblante que estaba sujeto a una de las puertas, me observaba silenciosamente cada vez que lo enfrentaba. En una de sus esquinas, una etiqueta de bordes azulados apenas perceptibles, encuadraba dos palabras que delataban todo lo que allí se guardaba: “Mi Vida” mientras tanto mi cuerpo, hundido en el lomo del pesado sofá, contemplaba en silencio al Silencio.

En el interior de aquel mueble reposaban las ropas que durante toda mi vida había hecho servir. Junto a ellas dormitaban también descoloridos sueños, antiguas ilusiones y fatigados temores de épocas pasadas. En un rincón del armario, mis silencios impertérritos, descansaban solemnemente. Ellos habían acallado mis quejas cuando las circunstancias me obligaban a cambiar mis ropajes y yo me rebelaba contra ello.

Observando detenidamente entre las paredes de aquel armario, descubrí una pequeña percha de la que colgaba un guardapolvo blanco. Era el que había usado durante mis primeros años de escuela. Sus mangas estaban amarillentas y tenían algún que otro agujero. En una de ellas, una mancha de tinta azul había sobrevivido pese al tiempo transcurrido. Los bolsillos aún podían reconocerse, pese a estar medio descocidos. En la percha, y sujeta con una pinza de madera de las que se usan para tender la ropa, una etiqueta de cartón decía lo siguiente: Fue un tiempo feliz.

 Mi primer pantalón largo fue de color gris y junto a un jersey de color granate, una camisa blanca y una simple corbata formaban un todo amoroso que vistió mi personaje en aquella obra llamada El buen estudiante. El tiempo había escapado de prisa y pese a ello, no había podido destruir la entrañable relación que guardaba mi persona con aquel uniforme que usé para asistir al instituto y que significaba el paso de mi niñez a la adolescencia. Mi corazón al observarlo se ruborizaba tímidamente. Al evocar aquel tiempo renacen en mí la ilusión y el esfuerzo que se generaban al intentar aprender aquel guion premiado con buenas calificaciones y que representaba en sí mismo el mensaje de gratitud hacia mi abuela y hacia mi madre, que luchaban con ahínco para criarnos a mis hermanos y a mí. No podía permitirme el decepcionarlas, ellas lo daban todo por nosotros y lo mínimo que podía hacer para agradecer su sacrificio era que se sintieran orgullosas de mis estudios.

Mi juventud fue protagonista de un difícil papel que tuve que interpretar en una obra llamada Incierto destino, pero recordada por algunos críticos con el nombre de Adolescencia destruida. Un delgado alambre en forma de percha dormita suspendido sobre la barra sujeta entre las dos paredes de aquel mueble. En el descansan dos viejas camisas, una azul y la otra blanca. Estas, combinadas con la americana celeste que tan orgulloso lucía cuando trabajaba en la oficina, conformaban una especie de armadura dentro de la cual me sentía importante, seguro de mí mismo, donde mi alma frágil e inocente se parapetaba del dolor y de la incertidumbre de cada día. El argumento central de la obra que interpretaba en aquel entonces hablaba sobre el sobrevivir, sí, sobre el sobrevivir a la miseria, al dolor, a la angustia por la salud de mi madre; a la impotencia frente a la mesa vacía; a la desesperación tras vender todos los muebles de mi casa para poder alimentarnos; al peso de la responsabilidad por mis hermanos. Sobrevivir al gran dolor de no entender por qué ese Dios al que todos los días invocaba y suplicaba no me respondía. Sobrevivir a la impotencia de mi adolescencia envejecida prematuramente. A menudo, y debido a las circunstancias del guion, debía improvisar mi papel en cada función. Para ello recurría a alguna señal del destino, o a la palabra de alguien, o de algún mensaje oculto entre las nubes, o a un gesto amigable de “mi mala suerte” que suavizara mi padecer y mi angustia y que me permitiese salir airoso de cada día, de cada función.  Algunos de los espectadores que me observaban vivían con desbordada intensidad el argumento (inimaginable por momentos), escrito por un destino oculto que sonreía detrás de las cortinas del escenario. Numerosas fueron las veces en que la emoción los embargaba y les hacía derramar alguna que otra lágrima.

 La obra que representé posteriormente no contenía un guion propio, conciso y concreto. Se reescribía día a día nutriéndose de diferentes personajes que aparecían y desaparecían de mi alrededor, sembrando el argumento de cada función. Fue un trabajo muy intenso. No importaban tanto las vestiduras que lucía en cada acto, sino más bien mi actitud frente al público. Mi mirada, mis palabras, mis silencios, mis lágrimas, mis sonrisas. Tal vez fue uno de los papeles más hermosos de mi carrera de actor. Los vocablos libertad, gratitud, destino susurraban hermosos poemas que mi corazón atesoraba calladamente luego de cada representación. A pesar de un pobre y criticado comienzo, la obra acabó convirtiéndose en un sonado y comentado éxito. Algunos la titulaban El inconsciente, refiriéndose al personaje cuando este a muy temprana edad lo dejó todo y emigró. Otros bautizaron la obra con el nombre de Audacia. Algunos se maravillaban y clamaban loas referentes a la suerte y a la valentía. Los hubo que se sorprendían y esperaban ansiosas noticias del éxito o del fracaso de aquella representación, de cada nuevo capítulo.

Adormilados sobre una percha de raquíticos brazos de madera, mis tejanos rotos y arrugados se sostienen milagrosamente recordándome que fueron ellos los que cubrieron mi cuerpo durante la gira que realicé por diferentes países representando una nueva obra. El personaje que encarnaba en aquel guion hablaba sobre la confianza mutua que existía entre la vida y su alma y la ausencia de temor alguno en recorrer los diferentes caminos que se presentaban en su día a día en busca del sustento para ayudar a los suyos.

Posteriormente durante algunos años actué en una comedia donde mi papel representaba a un bohemio que navegaba en las alas del viento. Un personaje de cuyos ojos emanaba una luz que acallaba toda duda sobre el incierto mañana que acechaba a los espectadores con sus rutinas. Me sentía plenamente identificado con el papel que me habían asignado y fueron años de maravillosas actuaciones. Sonrío al recordar esas dos palabras grabadas en el mamparo de mi barco y que tanta fuerza me proporcionaban: “Vida mía, gracias por todo lo que me has dado”.

La siguiente obra en la que intervine requirió que mis vestimentas cambiaran completamente debido a que el papel que debía representar era el de un padre de familia, buen esposo y educador. Mi pantalón azul marino y mis camisas blancas de cuello mao me acompañaron durante casi veinte años en los que duró aquella interpretación. A causa del largo tiempo el guion se fusionó de tal forma en mí persona que me olvidé de mí mismo, de mi identidad, de que solamente estaba representando un papel y me creí ser aquel personaje. El nombre de la obra que representaba era muy simple, se llamaba El Juan. Tal vez lo más doloroso de aquella etapa fue despertar y tener que bajar de ese escenario que durante tanto tiempo ocupó mi vida. Recuerdo con especial nostalgia la pérdida de uno de mis compañeros de reparto, a quien tanto quería, quiero y echo de menos. Me refiero a Joan.

Tiempo después, el teatro donde debía de actuar cambió por completo su escenario para interpretar mi siguiente papel. Mi tejano negro y mi camisa blanca, colgados ahora en este bendito armario de mi existencia, me recuerdan lo que sentí al viajar hacia tierras lejanas y exóticas y al relacionarme con seres humanos que intentaban compartir su existencia comerciando conmigo. Recuerdo claramente sus miradas, sus gestos, sus sonrisas, sus picardías, descubrí gracias a todo ello que los sentimientos que alberga la condición humana en las diferentes culturas son tremendamente semejantes: temores y esperanzas, ilusiones y decepciones, amores y soledades conviven en el interior de las personas y en algún momento de la vida se reconcilian fundiéndose en un frágil abrazo donde nadie es vencedor. Mi corazón volvió a recordarme que habitaba en mí al descubrir la sonrisa infantil, inocente y pura, de Jianmei. El personaje que interpreté en aquel entonces podría recordarse como el de la famosa película que tenía por título En pos de mi destino.

Hoy, luego de lo vivido y de lo actuado, más allá de lo llorado y de lo reído, contemplo con nostalgia el escenario de mi vida representado ahora por mi viejo armario. Allí mis antiguas pertenencias, olvidadas por momentos, pero cuidadosamente guardadas en mi interior, han vuelto a cobrar vida en las manos de su verdadero dueño, porque en un revelador gesto de cordura y clarividencia, me he dado cuenta de que nunca me han pertenecido. Por ello las he retornado a su verdadero dueño, a la Vida misma. Pienso que tal vez, que el haberme sumergido en los diferentes papeles que he representado en mi existencia haya podido influir en mi confusión de creerme su dueño.

Actualmente, desnudo de ilusiones y proyectos, contemplo envuelto en una nube de silencio el milagro de cada día, el misterio infinito que nos envuelve. La consciencia de mi ignorancia frente al Todo se derrama por los poros de mi piel y en los huecos de mi Alma mi voz retumba incansablemente mi nuevo descubrimiento:

“No sé quién soy”.

@Juan Vladimir

31 de enero 2016

El viejo armario de rostro descolorido reposaba inerme sobre la pared blanca de aquella habitación. Sus viejas puertas conservaban aún el increíble poder de iluminar y oscurecer el interior de aquel añoso mueble. A cada nuevo esfuerzo que realizaban tanto para abrirse o cerrarse sus bisagras, agarrotadas y oxidadas emitían metálicos quejidos que recordaban su fosca vejez. Un espejo de moteado semblante que estaba sujeto a una de las puertas, me observaba silenciosamente cada vez que lo enfrentaba. En una de sus esquinas, una etiqueta de bordes azulados apenas perceptibles, encuadraba dos palabras que delataban todo lo que allí se guardaba: “Mi Vida” mientras tanto mi cuerpo, hundido en el lomo del pesado sofá, contemplaba en silencio al Silencio.

En el interior de aquel mueble reposaban las ropas que durante toda mi vida había hecho servir. Junto a ellas dormitaban también descoloridos sueños, antiguas ilusiones y fatigados temores de épocas pasadas. En un rincón del armario, mis silencios impertérritos, descansaban solemnemente. Ellos habían acallado mis quejas cuando las circunstancias me obligaban a cambiar mis ropajes y yo me rebelaba contra ello.

Observando detenidamente entre las paredes de aquel armario, descubrí una pequeña percha de la que colgaba un guardapolvo blanco. Era el que había usado durante mis primeros años de escuela. Sus mangas estaban amarillentas y tenían algún que otro agujero. En una de ellas, una mancha de tinta azul había sobrevivido pese al tiempo transcurrido. Los bolsillos aún podían reconocerse, pese a estar medio descocidos. En la percha, y sujeta con una pinza de madera de las que se usan para tender la ropa, una etiqueta de cartón decía lo siguiente: Fue un tiempo feliz.

 Mi primer pantalón largo fue de color gris y junto a un jersey de color granate, una camisa blanca y una simple corbata formaban un todo amoroso que vistió mi personaje en aquella obra llamada El buen estudiante. El tiempo había escapado de prisa y pese a ello, no había podido destruir la entrañable relación que guardaba mi persona con aquel uniforme que usé para asistir al instituto y que significaba el paso de mi niñez a la adolescencia. Mi corazón al observarlo se ruborizaba tímidamente. Al evocar aquel tiempo renacen en mí la ilusión y el esfuerzo que se generaban al intentar aprender aquel guion premiado con buenas calificaciones y que representaba en sí mismo el mensaje de gratitud hacia mi abuela y hacia mi madre, que luchaban con ahínco para criarnos a mis hermanos y a mí. No podía permitirme el decepcionarlas, ellas lo daban todo por nosotros y lo mínimo que podía hacer para agradecer su sacrificio era que se sintieran orgullosas de mis estudios.

Mi juventud fue protagonista de un difícil papel que tuve que interpretar en una obra llamada Incierto destino, pero recordada por algunos críticos con el nombre de Adolescencia destruida. Un delgado alambre en forma de percha dormita suspendido sobre la barra sujeta entre las dos paredes de aquel mueble. En el descansan dos viejas camisas, una azul y la otra blanca. Estas, combinadas con la americana celeste que tan orgulloso lucía cuando trabajaba en la oficina, conformaban una especie de armadura dentro de la cual me sentía importante, seguro de mí mismo, donde mi alma frágil e inocente se parapetaba del dolor y de la incertidumbre de cada día. El argumento central de la obra que interpretaba en aquel entonces hablaba sobre el sobrevivir, sí, sobre el sobrevivir a la miseria, al dolor, a la angustia por la salud de mi madre; a la impotencia frente a la mesa vacía; a la desesperación tras vender todos los muebles de mi casa para poder alimentarnos; al peso de la responsabilidad por mis hermanos. Sobrevivir al gran dolor de no entender por qué ese Dios al que todos los días invocaba y suplicaba no me respondía. Sobrevivir a la impotencia de mi adolescencia envejecida prematuramente. A menudo, y debido a las circunstancias del guion, debía improvisar mi papel en cada función. Para ello recurría a alguna señal del destino, o a la palabra de alguien, o de algún mensaje oculto entre las nubes, o a un gesto amigable de “mi mala suerte” que suavizara mi padecer y mi angustia y que me permitiese salir airoso de cada día, de cada función.  Algunos de los espectadores que me observaban vivían con desbordada intensidad el argumento (inimaginable por momentos), escrito por un destino oculto que sonreía detrás de las cortinas del escenario. Numerosas fueron las veces en que la emoción los embargaba y les hacía derramar alguna que otra lágrima.

 La obra que representé posteriormente no contenía un guion propio, conciso y concreto. Se reescribía día a día nutriéndose de diferentes personajes que aparecían y desaparecían de mi alrededor, sembrando el argumento de cada función. Fue un trabajo muy intenso. No importaban tanto las vestiduras que lucía en cada acto, sino más bien mi actitud frente al público. Mi mirada, mis palabras, mis silencios, mis lágrimas, mis sonrisas. Tal vez fue uno de los papeles más hermosos de mi carrera de actor. Los vocablos libertad, gratitud, destino susurraban hermosos poemas que mi corazón atesoraba calladamente luego de cada representación. A pesar de un pobre y criticado comienzo, la obra acabó convirtiéndose en un sonado y comentado éxito. Algunos la titulaban El inconsciente, refiriéndose al personaje cuando este a muy temprana edad lo dejó todo y emigró. Otros bautizaron la obra con el nombre de Audacia. Algunos se maravillaban y clamaban loas referentes a la suerte y a la valentía. Los hubo que se sorprendían y esperaban ansiosas noticias del éxito o del fracaso de aquella representación, de cada nuevo capítulo.

Adormilados sobre una percha de raquíticos brazos de madera, mis tejanos rotos y arrugados se sostienen milagrosamente recordándome que fueron ellos los que cubrieron mi cuerpo durante la gira que realicé por diferentes países representando una nueva obra. El personaje que encarnaba en aquel guion hablaba sobre la confianza mutua que existía entre la vida y su alma y la ausencia de temor alguno en recorrer los diferentes caminos que se presentaban en su día a día en busca del sustento para ayudar a los suyos.

Posteriormente durante algunos años actué en una comedia donde mi papel representaba a un bohemio que navegaba en las alas del viento. Un personaje de cuyos ojos emanaba una luz que acallaba toda duda sobre el incierto mañana que acechaba a los espectadores con sus rutinas. Me sentía plenamente identificado con el papel que me habían asignado y fueron años de maravillosas actuaciones. Sonrío al recordar esas dos palabras grabadas en el mamparo de mi barco y que tanta fuerza me proporcionaban: “Vida mía, gracias por todo lo que me has dado”.

La siguiente obra en la que intervine requirió que mis vestimentas cambiaran completamente debido a que el papel que debía representar era el de un padre de familia, buen esposo y educador. Mi pantalón azul marino y mis camisas blancas de cuello mao me acompañaron durante casi veinte años en los que duró aquella interpretación. A causa del largo tiempo el guion se fusionó de tal forma en mí persona que me olvidé de mí mismo, de mi identidad, de que solamente estaba representando un papel y me creí ser aquel personaje. El nombre de la obra que representaba era muy simple, se llamaba El Juan. Tal vez lo más doloroso de aquella etapa fue despertar y tener que bajar de ese escenario que durante tanto tiempo ocupó mi vida. Recuerdo con especial nostalgia la pérdida de uno de mis compañeros de reparto, a quien tanto quería, quiero y echo de menos. Me refiero a Joan.

Tiempo después, el teatro donde debía de actuar cambió por completo su escenario para interpretar mi siguiente papel. Mi tejano negro y mi camisa blanca, colgados ahora en este bendito armario de mi existencia, me recuerdan lo que sentí al viajar hacia tierras lejanas y exóticas y al relacionarme con seres humanos que intentaban compartir su existencia comerciando conmigo. Recuerdo claramente sus miradas, sus gestos, sus sonrisas, sus picardías, descubrí gracias a todo ello que los sentimientos que alberga la condición humana en las diferentes culturas son tremendamente semejantes: temores y esperanzas, ilusiones y decepciones, amores y soledades conviven en el interior de las personas y en algún momento de la vida se reconcilian fundiéndose en un frágil abrazo donde nadie es vencedor. Mi corazón volvió a recordarme que habitaba en mí al descubrir la sonrisa infantil, inocente y pura, de Jianmei. El personaje que interpreté en aquel entonces podría recordarse como el de la famosa película que tenía por título En pos de mi destino.

Hoy, luego de lo vivido y de lo actuado, más allá de lo llorado y de lo reído, contemplo con nostalgia el escenario de mi vida representado ahora por mi viejo armario. Allí mis antiguas pertenencias, olvidadas por momentos, pero cuidadosamente guardadas en mi interior, han vuelto a cobrar vida en las manos de su verdadero dueño, porque en un revelador gesto de cordura y clarividencia, me he dado cuenta de que nunca me han pertenecido. Por ello las he retornado a su verdadero dueño, a la Vida misma. Pienso que tal vez, que el haberme sumergido en los diferentes papeles que he representado en mi existencia haya podido influir en mi confusión de creerme su dueño.

Actualmente, desnudo de ilusiones y proyectos, contemplo envuelto en una nube de silencio el milagro de cada día, el misterio infinito que nos envuelve. La consciencia de mi ignorancia frente al Todo se derrama por los poros de mi piel y en los huecos de mi Alma mi voz retumba incansablemente mi nuevo descubrimiento:

“No sé quién soy”.

@Juan Vladimir

31 de enero 2016

Barcelona

Barcelona

Estimada Barcelona:

Com tu ja saps, fa molt de temps que ens coneixem. Vaig arribar a tu quant tenia 23 anys. Era jove, volia descobrir el mon. Feia molt de temps que ja rodava per diferents terres i coneixia d’altres gents…

Però quant et vaig conèixer vaig quedar pren dat de tu, per a mi va ser un amor a primera vista.

Tu Barcelona, dona maca, plena de saviesa has escoltat els meus somnis i m’has acollit… No m’has promès res, simplement m’has brindat tot el que tens:

la teva gent, la teva noblesa, la teva dignitat, la teva història, els teus carrers, la teva bellesa.

Tu coneixes bé tota la meva vida, les teves nits guarden les meves tristors, les meves il·lusions  i les meves alegries. Els teus carrers coneixen l’enrenou de les meves petjades i tot allò que el meu cor porta dins després de tant de temps de compartir-ho amb tu.

Barcelona estimada. Tu sempre has estat aquí, plena, silenciosa, com una gran mare escoltant i parlant-me en veu baixa…dient-me moltes vegades…”segueix Joan, ves endavant Joan, no caiguis, jo t’ajudo”.

Avui Barcelona , després de quasi 30 anys vivint junts desitjo manifestar-te públicament la meva gratitud per tot el que he viscut amb tu.

Tu també com jo, et fas gran. He vist tota la teva transformació perquè la vida és així. La vida no s’atura mai i ens marca el rostre i el cor.

I avui quant tu, amb un acte sagrat d’amor em permets treballar i visc en el teu cor mateix et dic en veu alta:

GRACIES Barcelona, gràcies per tot el que m’has donat i beneïda siguis per sempre.

                                                                                                         © Juan Vladimir

Octubre 2007

 

 

Estimada Barcelona:

Com tu ja saps, fa molt de temps que ens coneixem. Vaig arribar a tu quant tenia 23 anys. Era jove, volia descobrir el mon. Feia molt de temps que ja rodava per diferents terres i coneixia d’altres gents…

Però quant et vaig conèixer vaig quedar pren dat de tu, per a mi va ser un amor a primera vista.

Tu Barcelona, dona maca, plena de saviesa has escoltat els meus somnis i m’has acollit… No m’has promès res, simplement m’has brindat tot el que tens:

la teva gent, la teva noblesa, la teva dignitat, la teva història, els teus carrers, la teva bellesa.

Tu coneixes bé tota la meva vida, les teves nits guarden les meves tristors, les meves il·lusions  i les meves alegries. Els teus carrers coneixen l’enrenou de les meves petjades i tot allò que el meu cor porta dins després de tant de temps de compartir-ho amb tu.

Barcelona estimada. Tu sempre has estat aquí, plena, silenciosa, com una gran mare escoltant i parlant-me en veu baixa…dient-me moltes vegades…”segueix Joan, ves endavant Joan, no caiguis, jo t’ajudo”.

Avui Barcelona , després de quasi 30 anys vivint junts desitjo manifestar-te públicament la meva gratitud per tot el que he viscut amb tu.

Tu també com jo, et fas gran. He vist tota la teva transformació perquè la vida és així. La vida no s’atura mai i ens marca el rostre i el cor.

I avui quant tu, amb un acte sagrat d’amor em permets treballar i visc en el teu cor mateix et dic en veu alta:

GRACIES Barcelona, gràcies per tot el que m’has donat i beneïda siguis per sempre.

                                                                                                         © Juan Vladimir

Octubre 2007

 

 

El amor maduro (confesión)

El amor maduro (confesión)

cronología  para leer: 

Para ti hijo mío / El amor maduro

A lo largo de mi existencia siempre creí que te había amado, hijo mío.

Creí que te había amado… porque estabas presente y porque sin darme cuenta, pensé que te poseía.

Creí que te había amado… porque recibía mucho con solo verte y porque justificabas gran parte de mi vacío existencial y mi soledad.

Creí que te había amado… porque eras mi hijo y porque me veía a mi mismo en ti.

Creí que te había amado… por muchas razones.

Hoy, vacío y desnudo en mi interior, me propongo y decido que puedo amarte de verdad, amarte de otra forma más auténtica, más real.

Amarte y continuar brindándote mi amor, porque aún estoy en esta vida, de pie frente a ella, aunque mi corazón algunas veces flaquee…

De pie, aunque algunas veces esté cansado…

De pie, aunque no crea ya en efímeras ilusiones.

Decido hijo amarte incondicionalmente, aunque no estés presente, aunque no pueda oírte, aunque no pueda verte.

Decido amarte sin esperar nada de ti, porque soy consciente de que tu presencia es un regalo en mi vida, aunque hoy no estés físicamente.

Decido amarte, porque ahora crezco conscientemente a través de ti en mi interior, y porque ahora más que nunca me he dado cuenta de que eres mi hijo para toda la Eternidad.

Decido amarte por todo y por mil cosas más que no sé expresarte, y por ello me propongo a darte la libertad y mi bendición en este momento para que continúes tu camino en paz, porque me he dado cuenta del absurdo de encadenarte a la posesión egoísta.

Decido amarte hijo permitiéndome la libertad de vivir lo que se me presente, libre de culpas y del sinsentido de reclamar lo imposible.

Hijo, te amo por Amor, simplemente.

@Juan Vladimir

11 noviembre 2006

 

cronología  para leer: 

Para ti hijo mío / El amor maduro

A lo largo de mi existencia siempre creí que te había amado, hijo mío.

Creí que te había amado… porque estabas presente y porque sin darme cuenta, pensé que te poseía.

Creí que te había amado… porque recibía mucho con solo verte y porque justificabas gran parte de mi vacío existencial y mi soledad.

Creí que te había amado… porque eras mi hijo y porque me veía a mi mismo en ti.

Creí que te había amado… por muchas razones.

Hoy, vacío y desnudo en mi interior, me propongo y decido que puedo amarte de verdad, amarte de otra forma más auténtica, más real.

Amarte y continuar brindándote mi amor, porque aún estoy en esta vida, de pie frente a ella, aunque mi corazón algunas veces flaquee…

De pie, aunque algunas veces esté cansado…

De pie, aunque no crea ya en efímeras ilusiones.

Decido hijo amarte incondicionalmente, aunque no estés presente, aunque no pueda oírte, aunque no pueda verte.

Decido amarte sin esperar nada de ti, porque soy consciente de que tu presencia es un regalo en mi vida, aunque hoy no estés físicamente.

Decido amarte, porque ahora crezco conscientemente a través de ti en mi interior, y porque ahora más que nunca me he dado cuenta de que eres mi hijo para toda la Eternidad.

Decido amarte por todo y por mil cosas más que no sé expresarte, y por ello me propongo a darte la libertad y mi bendición en este momento para que continúes tu camino en paz, porque me he dado cuenta del absurdo de encadenarte a la posesión egoísta.

Decido amarte hijo permitiéndome la libertad de vivir lo que se me presente, libre de culpas y del sinsentido de reclamar lo imposible.

Hijo, te amo por Amor, simplemente.

@Juan Vladimir

11 noviembre 2006

 

Dedicado a Emma

Dedicado a Emma

Son numerosos los vocablos que afloran a mis labios cuando tengo que definir a Emma,

Por ejemplo, podría decir:

Emma, el dolor… Emma, la tristeza… Emma, el destino…

También podría decir:

Emma, la Vida… Emma, la sonrisa… Emma, la poesía… Emma, el Amor…

Pero entre todos ellos, tal vez hay uno que encierra todo lo que Emma simboliza para mí:

Emma, la esperanza… ¡Sí! La esperanza.

La esperanza que, sobreponiéndose al dolor incomprensible e inenarrable, germina en su soledad y da paso al amor y a la pasión de sobrevivir por encima de las heridas nacidas en la sinrazón y sufridas por una niña de frágiles huesos e infantil mirada.

La esperanza que transforma y purifica todo el sufrimiento padecido en un acto público, heroico, bendito, por el bien de otras niñas y niños que hayan pasado o estén viviendo el mismo infierno por el cual Emma ha transitado.

La esperanza de volver a decirle Sí a la Vida, sin rencores, sin exigencias, sin victimismo, sin pedir que el verdugo/víctima transfiera su herencia en una búsqueda insaciable de venganza.

Emma ha sufrido lo indecible, ha llorado incansablemente, y no ha entendido.

Emma ha crecido de pronto, ha madurado, se ha sentido diferente en un mundo donde los adultos no fueron adultos… y donde la infancia quedó encerrada entre gruesos barrotes de dolor.

Pero a pesar de todo, Emma sonríe, Emma ama, Emma escribe un canto a la vida detrás de su dolorosa memoria, presente en el relato de sus vivencias pasadas.

De ella conozco solo su voz, pero su voz me ilumina el rostro cuando sus palabras siembran ternura en mi alma y me siento enormemente pequeño frente a la inmensa dignidad que mana de su corazón.

Emma querida, gracias por ser quien eres, gracias por haberle dado un sentido y un valor a tu dolor, intentando que no haya sido en vano y que pueda ser útil para ayudar a otras víctimas inocentes a salir de su martirio.

Gracias por ser esperanza de tantos, por dibujar una estrella en tu presente y no una pesada cruz; gracias por tu vida, por estar presente en mi camino.

@Juan Vladimir

Julio 2003

Son numerosos los vocablos que afloran a mis labios cuando tengo que definir a Emma,

Por ejemplo, podría decir:

Emma, el dolor… Emma, la tristeza… Emma, el destino…

También podría decir:

Emma, la Vida… Emma, la sonrisa… Emma, la poesía… Emma, el Amor…

Pero entre todos ellos, tal vez hay uno que encierra todo lo que Emma simboliza para mí:

Emma, la esperanza… ¡Sí! La esperanza.

La esperanza que, sobreponiéndose al dolor incomprensible e inenarrable, germina en su soledad y da paso al amor y a la pasión de sobrevivir por encima de las heridas nacidas en la sinrazón y sufridas por una niña de frágiles huesos e infantil mirada.

La esperanza que transforma y purifica todo el sufrimiento padecido en un acto público, heroico, bendito, por el bien de otras niñas y niños que hayan pasado o estén viviendo el mismo infierno por el cual Emma ha transitado.

La esperanza de volver a decirle Sí a la Vida, sin rencores, sin exigencias, sin victimismo, sin pedir que el verdugo/víctima transfiera su herencia en una búsqueda insaciable de venganza.

Emma ha sufrido lo indecible, ha llorado incansablemente, y no ha entendido.

Emma ha crecido de pronto, ha madurado, se ha sentido diferente en un mundo donde los adultos no fueron adultos… y donde la infancia quedó encerrada entre gruesos barrotes de dolor.

Pero a pesar de todo, Emma sonríe, Emma ama, Emma escribe un canto a la vida detrás de su dolorosa memoria, presente en el relato de sus vivencias pasadas.

De ella conozco solo su voz, pero su voz me ilumina el rostro cuando sus palabras siembran ternura en mi alma y me siento enormemente pequeño frente a la inmensa dignidad que mana de su corazón.

Emma querida, gracias por ser quien eres, gracias por haberle dado un sentido y un valor a tu dolor, intentando que no haya sido en vano y que pueda ser útil para ayudar a otras víctimas inocentes a salir de su martirio.

Gracias por ser esperanza de tantos, por dibujar una estrella en tu presente y no una pesada cruz; gracias por tu vida, por estar presente en mi camino.

@Juan Vladimir

Julio 2003

Solamente el amor

Solamente el amor

Solamente el Amor…

Disuelve el tiempo…

Ignora las distancias…

y hace de las ausencias una presencia palpable

donde la ternura, las sonrisas, las lágrimas

y las pequeñas cosas olvidadas

reaparecen en un tibio beso

que florece en nuestra piel.

             @Juan Vladimir

 Mayo 2003

 

Solamente el Amor…

Disuelve el tiempo…

Ignora las distancias…

y hace de las ausencias una presencia palpable

donde la ternura, las sonrisas, las lágrimas

y las pequeñas cosas olvidadas

reaparecen en un tibio beso

que florece en nuestra piel.

             

@Juan Vladimir

 Mayo 2003

 

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