Historias de mi vida

El viejo armario de rostro descolorido reposaba inerme sobre la pared blanca de aquella habitación. Sus viejas puertas conservaban aún el increíble poder de iluminar y oscurecer el interior de aquel añoso mueble. A cada nuevo esfuerzo que realizaban tanto para abrirse o cerrarse sus bisagras, agarrotadas y oxidadas emitían metálicos quejidos que recordaban su fosca vejez. Un espejo de moteado semblante que estaba sujeto a una de las puertas, me observaba silenciosamente cada vez que lo enfrentaba. En una de sus esquinas, una etiqueta de bordes azulados apenas perceptibles, encuadraba dos palabras que delataban todo lo que allí se guardaba: “Mi Vida” mientras tanto mi cuerpo, hundido en el lomo del pesado sofá, contemplaba en silencio al Silencio.

En el interior de aquel mueble reposaban las ropas que durante toda mi vida había hecho servir. Junto a ellas dormitaban también descoloridos sueños, antiguas ilusiones y fatigados temores de épocas pasadas. En un rincón del armario, mis silencios impertérritos, descansaban solemnemente. Ellos habían acallado mis quejas cuando las circunstancias me obligaban a cambiar mis ropajes y yo me rebelaba contra ello.

Observando detenidamente entre las paredes de aquel armario, descubrí una pequeña percha de la que colgaba un guardapolvo blanco. Era el que había usado durante mis primeros años de escuela. Sus mangas estaban amarillentas y tenían algún que otro agujero. En una de ellas, una mancha de tinta azul había sobrevivido pese al tiempo transcurrido. Los bolsillos aún podían reconocerse, pese a estar medio descocidos. En la percha, y sujeta con una pinza de madera de las que se usan para tender la ropa, una etiqueta de cartón decía lo siguiente: Fue un tiempo feliz.

 Mi primer pantalón largo fue de color gris y junto a un jersey de color granate, una camisa blanca y una simple corbata formaban un todo amoroso que vistió mi personaje en aquella obra llamada El buen estudiante. El tiempo había escapado de prisa y pese a ello, no había podido destruir la entrañable relación que guardaba mi persona con aquel uniforme que usé para asistir al instituto y que significaba el paso de mi niñez a la adolescencia. Mi corazón al observarlo se ruborizaba tímidamente. Al evocar aquel tiempo renacen en mí la ilusión y el esfuerzo que se generaban al intentar aprender aquel guion premiado con buenas calificaciones y que representaba en sí mismo el mensaje de gratitud hacia mi abuela y hacia mi madre, que luchaban con ahínco para criarnos a mis hermanos y a mí. No podía permitirme el decepcionarlas, ellas lo daban todo por nosotros y lo mínimo que podía hacer para agradecer su sacrificio era que se sintieran orgullosas de mis estudios.

Mi juventud fue protagonista de un difícil papel que tuve que interpretar en una obra llamada Incierto destino, pero recordada por algunos críticos con el nombre de Adolescencia destruida. Un delgado alambre en forma de percha dormita suspendido sobre la barra sujeta entre las dos paredes de aquel mueble. En el descansan dos viejas camisas, una azul y la otra blanca. Estas, combinadas con la americana celeste que tan orgulloso lucía cuando trabajaba en la oficina, conformaban una especie de armadura dentro de la cual me sentía importante, seguro de mí mismo, donde mi alma frágil e inocente se parapetaba del dolor y de la incertidumbre de cada día. El argumento central de la obra que interpretaba en aquel entonces hablaba sobre el sobrevivir, sí, sobre el sobrevivir a la miseria, al dolor, a la angustia por la salud de mi madre; a la impotencia frente a la mesa vacía; a la desesperación tras vender todos los muebles de mi casa para poder alimentarnos; al peso de la responsabilidad por mis hermanos. Sobrevivir al gran dolor de no entender por qué ese Dios al que todos los días invocaba y suplicaba no me respondía. Sobrevivir a la impotencia de mi adolescencia envejecida prematuramente. A menudo, y debido a las circunstancias del guion, debía improvisar mi papel en cada función. Para ello recurría a alguna señal del destino, o a la palabra de alguien, o de algún mensaje oculto entre las nubes, o a un gesto amigable de “mi mala suerte” que suavizara mi padecer y mi angustia y que me permitiese salir airoso de cada día, de cada función.  Algunos de los espectadores que me observaban vivían con desbordada intensidad el argumento (inimaginable por momentos), escrito por un destino oculto que sonreía detrás de las cortinas del escenario. Numerosas fueron las veces en que la emoción los embargaba y les hacía derramar alguna que otra lágrima.

 La obra que representé posteriormente no contenía un guion propio, conciso y concreto. Se reescribía día a día nutriéndose de diferentes personajes que aparecían y desaparecían de mi alrededor, sembrando el argumento de cada función. Fue un trabajo muy intenso. No importaban tanto las vestiduras que lucía en cada acto, sino más bien mi actitud frente al público. Mi mirada, mis palabras, mis silencios, mis lágrimas, mis sonrisas. Tal vez fue uno de los papeles más hermosos de mi carrera de actor. Los vocablos libertad, gratitud, destino susurraban hermosos poemas que mi corazón atesoraba calladamente luego de cada representación. A pesar de un pobre y criticado comienzo, la obra acabó convirtiéndose en un sonado y comentado éxito. Algunos la titulaban El inconsciente, refiriéndose al personaje cuando este a muy temprana edad lo dejó todo y emigró. Otros bautizaron la obra con el nombre de Audacia. Algunos se maravillaban y clamaban loas referentes a la suerte y a la valentía. Los hubo que se sorprendían y esperaban ansiosas noticias del éxito o del fracaso de aquella representación, de cada nuevo capítulo.

Adormilados sobre una percha de raquíticos brazos de madera, mis tejanos rotos y arrugados se sostienen milagrosamente recordándome que fueron ellos los que cubrieron mi cuerpo durante la gira que realicé por diferentes países representando una nueva obra. El personaje que encarnaba en aquel guion hablaba sobre la confianza mutua que existía entre la vida y su alma y la ausencia de temor alguno en recorrer los diferentes caminos que se presentaban en su día a día en busca del sustento para ayudar a los suyos.

Posteriormente durante algunos años actué en una comedia donde mi papel representaba a un bohemio que navegaba en las alas del viento. Un personaje de cuyos ojos emanaba una luz que acallaba toda duda sobre el incierto mañana que acechaba a los espectadores con sus rutinas. Me sentía plenamente identificado con el papel que me habían asignado y fueron años de maravillosas actuaciones. Sonrío al recordar esas dos palabras grabadas en el mamparo de mi barco y que tanta fuerza me proporcionaban: “Vida mía, gracias por todo lo que me has dado”.

La siguiente obra en la que intervine requirió que mis vestimentas cambiaran completamente debido a que el papel que debía representar era el de un padre de familia, buen esposo y educador. Mi pantalón azul marino y mis camisas blancas de cuello mao me acompañaron durante casi veinte años en los que duró aquella interpretación. A causa del largo tiempo el guion se fusionó de tal forma en mí persona que me olvidé de mí mismo, de mi identidad, de que solamente estaba representando un papel y me creí ser aquel personaje. El nombre de la obra que representaba era muy simple, se llamaba El Juan. Tal vez lo más doloroso de aquella etapa fue despertar y tener que bajar de ese escenario que durante tanto tiempo ocupó mi vida. Recuerdo con especial nostalgia la pérdida de uno de mis compañeros de reparto, a quien tanto quería, quiero y echo de menos. Me refiero a Joan.

Tiempo después, el teatro donde debía de actuar cambió por completo su escenario para interpretar mi siguiente papel. Mi tejano negro y mi camisa blanca, colgados ahora en este bendito armario de mi existencia, me recuerdan lo que sentí al viajar hacia tierras lejanas y exóticas y al relacionarme con seres humanos que intentaban compartir su existencia comerciando conmigo. Recuerdo claramente sus miradas, sus gestos, sus sonrisas, sus picardías, descubrí gracias a todo ello que los sentimientos que alberga la condición humana en las diferentes culturas son tremendamente semejantes: temores y esperanzas, ilusiones y decepciones, amores y soledades conviven en el interior de las personas y en algún momento de la vida se reconcilian fundiéndose en un frágil abrazo donde nadie es vencedor. Mi corazón volvió a recordarme que habitaba en mí al descubrir la sonrisa infantil, inocente y pura, de Jianmei. El personaje que interpreté en aquel entonces podría recordarse como el de la famosa película que tenía por título En pos de mi destino.

Hoy, luego de lo vivido y de lo actuado, más allá de lo llorado y de lo reído, contemplo con nostalgia el escenario de mi vida representado ahora por mi viejo armario. Allí mis antiguas pertenencias, olvidadas por momentos, pero cuidadosamente guardadas en mi interior, han vuelto a cobrar vida en las manos de su verdadero dueño, porque en un revelador gesto de cordura y clarividencia, me he dado cuenta de que nunca me han pertenecido. Por ello las he retornado a su verdadero dueño, a la Vida misma. Pienso que tal vez, que el haberme sumergido en los diferentes papeles que he representado en mi existencia haya podido influir en mi confusión de creerme su dueño.

Actualmente, desnudo de ilusiones y proyectos, contemplo envuelto en una nube de silencio el milagro de cada día, el misterio infinito que nos envuelve. La consciencia de mi ignorancia frente al Todo se derrama por los poros de mi piel y en los huecos de mi Alma mi voz retumba incansablemente mi nuevo descubrimiento:

“No sé quién soy”.

@Juan Vladimir

31 de enero 2016

El viejo armario de rostro descolorido reposaba inerme sobre la pared blanca de aquella habitación. Sus viejas puertas conservaban aún el increíble poder de iluminar y oscurecer el interior de aquel añoso mueble. A cada nuevo esfuerzo que realizaban tanto para abrirse o cerrarse sus bisagras, agarrotadas y oxidadas emitían metálicos quejidos que recordaban su fosca vejez. Un espejo de moteado semblante que estaba sujeto a una de las puertas, me observaba silenciosamente cada vez que lo enfrentaba. En una de sus esquinas, una etiqueta de bordes azulados apenas perceptibles, encuadraba dos palabras que delataban todo lo que allí se guardaba: “Mi Vida” mientras tanto mi cuerpo, hundido en el lomo del pesado sofá, contemplaba en silencio al Silencio.

En el interior de aquel mueble reposaban las ropas que durante toda mi vida había hecho servir. Junto a ellas dormitaban también descoloridos sueños, antiguas ilusiones y fatigados temores de épocas pasadas. En un rincón del armario, mis silencios impertérritos, descansaban solemnemente. Ellos habían acallado mis quejas cuando las circunstancias me obligaban a cambiar mis ropajes y yo me rebelaba contra ello.

Observando detenidamente entre las paredes de aquel armario, descubrí una pequeña percha de la que colgaba un guardapolvo blanco. Era el que había usado durante mis primeros años de escuela. Sus mangas estaban amarillentas y tenían algún que otro agujero. En una de ellas, una mancha de tinta azul había sobrevivido pese al tiempo transcurrido. Los bolsillos aún podían reconocerse, pese a estar medio descocidos. En la percha, y sujeta con una pinza de madera de las que se usan para tender la ropa, una etiqueta de cartón decía lo siguiente: Fue un tiempo feliz.

 Mi primer pantalón largo fue de color gris y junto a un jersey de color granate, una camisa blanca y una simple corbata formaban un todo amoroso que vistió mi personaje en aquella obra llamada El buen estudiante. El tiempo había escapado de prisa y pese a ello, no había podido destruir la entrañable relación que guardaba mi persona con aquel uniforme que usé para asistir al instituto y que significaba el paso de mi niñez a la adolescencia. Mi corazón al observarlo se ruborizaba tímidamente. Al evocar aquel tiempo renacen en mí la ilusión y el esfuerzo que se generaban al intentar aprender aquel guion premiado con buenas calificaciones y que representaba en sí mismo el mensaje de gratitud hacia mi abuela y hacia mi madre, que luchaban con ahínco para criarnos a mis hermanos y a mí. No podía permitirme el decepcionarlas, ellas lo daban todo por nosotros y lo mínimo que podía hacer para agradecer su sacrificio era que se sintieran orgullosas de mis estudios.

Mi juventud fue protagonista de un difícil papel que tuve que interpretar en una obra llamada Incierto destino, pero recordada por algunos críticos con el nombre de Adolescencia destruida. Un delgado alambre en forma de percha dormita suspendido sobre la barra sujeta entre las dos paredes de aquel mueble. En el descansan dos viejas camisas, una azul y la otra blanca. Estas, combinadas con la americana celeste que tan orgulloso lucía cuando trabajaba en la oficina, conformaban una especie de armadura dentro de la cual me sentía importante, seguro de mí mismo, donde mi alma frágil e inocente se parapetaba del dolor y de la incertidumbre de cada día. El argumento central de la obra que interpretaba en aquel entonces hablaba sobre el sobrevivir, sí, sobre el sobrevivir a la miseria, al dolor, a la angustia por la salud de mi madre; a la impotencia frente a la mesa vacía; a la desesperación tras vender todos los muebles de mi casa para poder alimentarnos; al peso de la responsabilidad por mis hermanos. Sobrevivir al gran dolor de no entender por qué ese Dios al que todos los días invocaba y suplicaba no me respondía. Sobrevivir a la impotencia de mi adolescencia envejecida prematuramente. A menudo, y debido a las circunstancias del guion, debía improvisar mi papel en cada función. Para ello recurría a alguna señal del destino, o a la palabra de alguien, o de algún mensaje oculto entre las nubes, o a un gesto amigable de “mi mala suerte” que suavizara mi padecer y mi angustia y que me permitiese salir airoso de cada día, de cada función.  Algunos de los espectadores que me observaban vivían con desbordada intensidad el argumento (inimaginable por momentos), escrito por un destino oculto que sonreía detrás de las cortinas del escenario. Numerosas fueron las veces en que la emoción los embargaba y les hacía derramar alguna que otra lágrima.

 La obra que representé posteriormente no contenía un guion propio, conciso y concreto. Se reescribía día a día nutriéndose de diferentes personajes que aparecían y desaparecían de mi alrededor, sembrando el argumento de cada función. Fue un trabajo muy intenso. No importaban tanto las vestiduras que lucía en cada acto, sino más bien mi actitud frente al público. Mi mirada, mis palabras, mis silencios, mis lágrimas, mis sonrisas. Tal vez fue uno de los papeles más hermosos de mi carrera de actor. Los vocablos libertad, gratitud, destino susurraban hermosos poemas que mi corazón atesoraba calladamente luego de cada representación. A pesar de un pobre y criticado comienzo, la obra acabó convirtiéndose en un sonado y comentado éxito. Algunos la titulaban El inconsciente, refiriéndose al personaje cuando este a muy temprana edad lo dejó todo y emigró. Otros bautizaron la obra con el nombre de Audacia. Algunos se maravillaban y clamaban loas referentes a la suerte y a la valentía. Los hubo que se sorprendían y esperaban ansiosas noticias del éxito o del fracaso de aquella representación, de cada nuevo capítulo.

Adormilados sobre una percha de raquíticos brazos de madera, mis tejanos rotos y arrugados se sostienen milagrosamente recordándome que fueron ellos los que cubrieron mi cuerpo durante la gira que realicé por diferentes países representando una nueva obra. El personaje que encarnaba en aquel guion hablaba sobre la confianza mutua que existía entre la vida y su alma y la ausencia de temor alguno en recorrer los diferentes caminos que se presentaban en su día a día en busca del sustento para ayudar a los suyos.

Posteriormente durante algunos años actué en una comedia donde mi papel representaba a un bohemio que navegaba en las alas del viento. Un personaje de cuyos ojos emanaba una luz que acallaba toda duda sobre el incierto mañana que acechaba a los espectadores con sus rutinas. Me sentía plenamente identificado con el papel que me habían asignado y fueron años de maravillosas actuaciones. Sonrío al recordar esas dos palabras grabadas en el mamparo de mi barco y que tanta fuerza me proporcionaban: “Vida mía, gracias por todo lo que me has dado”.

La siguiente obra en la que intervine requirió que mis vestimentas cambiaran completamente debido a que el papel que debía representar era el de un padre de familia, buen esposo y educador. Mi pantalón azul marino y mis camisas blancas de cuello mao me acompañaron durante casi veinte años en los que duró aquella interpretación. A causa del largo tiempo el guion se fusionó de tal forma en mí persona que me olvidé de mí mismo, de mi identidad, de que solamente estaba representando un papel y me creí ser aquel personaje. El nombre de la obra que representaba era muy simple, se llamaba El Juan. Tal vez lo más doloroso de aquella etapa fue despertar y tener que bajar de ese escenario que durante tanto tiempo ocupó mi vida. Recuerdo con especial nostalgia la pérdida de uno de mis compañeros de reparto, a quien tanto quería, quiero y echo de menos. Me refiero a Joan.

Tiempo después, el teatro donde debía de actuar cambió por completo su escenario para interpretar mi siguiente papel. Mi tejano negro y mi camisa blanca, colgados ahora en este bendito armario de mi existencia, me recuerdan lo que sentí al viajar hacia tierras lejanas y exóticas y al relacionarme con seres humanos que intentaban compartir su existencia comerciando conmigo. Recuerdo claramente sus miradas, sus gestos, sus sonrisas, sus picardías, descubrí gracias a todo ello que los sentimientos que alberga la condición humana en las diferentes culturas son tremendamente semejantes: temores y esperanzas, ilusiones y decepciones, amores y soledades conviven en el interior de las personas y en algún momento de la vida se reconcilian fundiéndose en un frágil abrazo donde nadie es vencedor. Mi corazón volvió a recordarme que habitaba en mí al descubrir la sonrisa infantil, inocente y pura, de Jianmei. El personaje que interpreté en aquel entonces podría recordarse como el de la famosa película que tenía por título En pos de mi destino.

Hoy, luego de lo vivido y de lo actuado, más allá de lo llorado y de lo reído, contemplo con nostalgia el escenario de mi vida representado ahora por mi viejo armario. Allí mis antiguas pertenencias, olvidadas por momentos, pero cuidadosamente guardadas en mi interior, han vuelto a cobrar vida en las manos de su verdadero dueño, porque en un revelador gesto de cordura y clarividencia, me he dado cuenta de que nunca me han pertenecido. Por ello las he retornado a su verdadero dueño, a la Vida misma. Pienso que tal vez, que el haberme sumergido en los diferentes papeles que he representado en mi existencia haya podido influir en mi confusión de creerme su dueño.

Actualmente, desnudo de ilusiones y proyectos, contemplo envuelto en una nube de silencio el milagro de cada día, el misterio infinito que nos envuelve. La consciencia de mi ignorancia frente al Todo se derrama por los poros de mi piel y en los huecos de mi Alma mi voz retumba incansablemente mi nuevo descubrimiento:

“No sé quién soy”.

@Juan Vladimir

31 de enero 2016

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