Esta mañana, en un afortunado descuido, se me cayeron las oscuras gafas que durante tanto tiempo cubrieron mis ojos… y, ¡de pronto!, me encontré contemplándome frente al espejo, milagrosamente vivo todavía.
El verme reflejado me asombró mucho, pues tenía una idea de mí completamente diferente a como me veía en realidad en este momento. Cuanto más me observaba, más me sorprendía, y sobre todo delante del cúmulo de sentimientos y sensaciones nuevas que brotaban en mí.
Durante numerosos años mis ojos contemplaron la vida guarecidos detrás de esos gruesos cristales. No recuerdo qué temores o circunstancias influyeron para que me decidiera a valerme de ellos, pero usarlos provocó que me confinara en lo más profundo de mi ser y me aislara de la vida que giraba a mi alrededor.
Esto causó que me volcara de lleno en algunas parcelas de mi existencia y dejara de lado otros aspectos de mi ser que hasta hoy y, a pesar del tiempo transcurrido, aún viven y sienten.
No fue mi culpa y tampoco existen culpables. Tal vez debí pasar por todo ello para descubrirme inmerso en este presente.
La vida, una vez más, se manifestaba a su antojo.
Yo conocía a fondo mis posibilidades frente a los retos del diario vivir y predecía, o al menos eso creía, con asombrosa exactitud cuál sería mi respuesta frente a determinados retos que la vida pudiese plantearme.
Pero en la actualidad, habiendo atravesado ya el ecuador de mis días, me encontraba en un punto en el que las cosas de siempre cambiaban rápidamente de forma y de valor.
Y hoy, al detenerme y contemplarme delante de aquel poderoso cristal, percibí sin dificultad las huellas de un tiempo pasado que aún sobrevivían en los rincones de mi Alma.
Descubrí que mis ideales, repletos de nobles intenciones, habían sido hasta ahora el motor de mi vida, pero que también me habían adormecido sin que yo me percatase. Y mientras todo ello sucedía, la soledad iba adentrándose en mi interior, alejándome de mi mismo y haciéndome contemplar la vida a través de una pequeña abertura protegida por gruesos barrotes con forma de pensamientos.
Por lo pronto, debía hurgar en la pesada mochila que cargaba a mis espaldas para ver si en realidad todos los enseres que acarreaba me eran útiles.
Entonces comencé a observarme, a investigarme minuciosamente, repasando mi cuerpo y mi vida palmo a palmo, hecho a hecho.
Mi primera sorpresa fue descubrir que innumerables canas blancas estaban floreciendo entre mis cabellos. Estas, silenciosas y rebeldes, habían crecido en el anonimato hasta que de pronto, al llegar a la madurez, brotaron para salpicar de nieve mi larga cabellera.
Bien comprendidas, eran el simple el augurio de un no muy lejano invierno que se aproximaba a prisa. Esto no me preocupaba demasiado, pero lo que en verdad me inquietaba era el largo tiempo durante el cual no me había mirado a mí mismo.
Si bien era cierto que cada día, al salir de casa, me detenía unos instantes frente a un pequeño espejo que colgaba junto a la puerta, pero lo curioso era que lo que veía en él era lo que quería ver, y esto casi siempre dependía de los pensamientos con que hubiese amanecido. Sin embargo, ahora era diferente. Algo se había movido en mi interior y, por suerte, la vida me estaba brindando la oportunidad de volver a enfrentarme conmigo mismo, pero esta vez sin espectadores y sin rivales. Tan solo… conmigo mismo.
Al observar mis ojos descubrí que eran el faro vigía de mi ser. Incansables y fieles fotógrafos que almacenaban en sus delgadas retinas infinitas imágenes de tiempos pasados. Pero aún así, continúan brillando, contemplando con inocente mirada el despertar de cada día. A decir verdad, la fortuna me había acompañado en bastantes ocasiones, permitiendo que las lágrimas borrasen ciertos recuerdos confusos y dolorosos. Sin embargo, ahora mis ojos se miraban a sí mismos desde lo más hondo de mi ser, pero sin perder de vista el lejano horizonte de esta existencia, con profundo amor, y descubriendo en cada momento el Alma de las personas, más allá de sus envolturas físicas.
En la antesala de mi boca, mis labios ajados aún pueden pronunciar bellas palabras. Y a pesar de que durante muchísimos años articularon mecánicamente sencillos vocablos, hoy puedo escoger las expresiones que deseo utilizar, sin temor a que los remordimientos o imaginarios castigos sellen mi libertad. Pronunciar tu nombre, Vida mía, es la clave secreta y mágica que abre la puerta del sagrado cofre donde guardo mis sentimientos.
Escondidos detrás de los labios, están mis dientes, supervivientes de cruentas batallas con el duro pan de algunas épocas, aún resisten firmes en sus trincheras. Algunos de ellos conservan extraños tatuajes grabados por odontólogos inexpertos. No obstante, y pese a los esfuerzos que han realizado, aún siguen llenos de vida. Y esto, para mí, es una buena señal.
Mis oídos. ¡Ay, mis oídos!, siempre atentos, cumpliendo sus cometidos, pasando casi desapercibidos. Pero ¿qué sería de mí sin ellos? Durante decenas de años fueron quienes me notificaban los diversos ruidos que se movían a mi alrededor. Me alertaron de peligros y de falsos amigos; me alegraron el Alma con suaves melodías y me hicieron sonreír con buenas noticias. De un tiempo a esta parte, y tal vez como presagio de la pérdida de mis anteojos, comenzaron a percibir un ligero murmullo, casi imperceptible, que se asoma de vez en cuando a sus tímpanos. Al poco tiempo descubrieron que era la voz de mi Alma invocando tu presencia, ¡oh Dios!, al caer la tarde junto a la orilla del mar.
Y mientras todo esto sucedía, yo no me daba cuenta de ello y me sumergía aún más en enardecidas actividades para intentar evadirme de mí.
Descendiendo poco a poco a lo largo de mi cuerpo, reparé en mi pecho. Este, al igual que una sólida pared, se había curtido en los incontables golpes que la vida le había propinado. Había sido un largo y duro entrenamiento durante el cual los imprevistos de la existencia humana lo habían hecho encogerse, sumergiéndolo en el dolor y en la impotencia frente a las injusticias.
Era él quien en silencio guardaba mis temores y soportaba los embates de los días y las noches. Su esfuerzo noble, a veces un poco punzante, pasaba inadvertido para quienes lo contemplaban.
Algunas veces temí que sus enrejadas paredes no resistieran los golpes de mi corazón que, preso de no sé qué extraña rebeldía, intentaba escapar de su celda golpeando rabiosamente los muros que lo mantenían prisionero.
Mis brazos, ¡ay, mis brazos!, delgados y fatigados por el esfuerzo de haber luchado durante toda mi existencia para no sucumbir en las mal olientes aguas de la mediocridad. Aún hoy son capaces de abrazar… y de soltar… y de volver a abrazar.
Sí, esos mismos brazos que izaron las blancas velas de mi barco cuando intentaba descubrir qué había tras el horizonte, aún hoy pueden acariciar con ternura este presente.
Y mis manos, ¡sí, mis manos!, las de los mil oficios, las que todo lo sabían cuando la necesidad me empujaba. Hoy, transformadas por el mágico ungüento de los sentimientos que florecen en mi interior, teclean con firmeza las palabras que mi Alma les va dictando.
Descendiendo camino de mi vientre, aparece mi sexo, que navega en secreto por los sueños de las noches, intentando penetrar en las ocultas grutas que esconde tu cuerpo. Erguido y vigilante viaja por tus profundidades queriendo explorar tus más desiertos rincones, para descubrirte y descubrirse…
Y ¡mis pies!, encallecidos y planos han dejado sus huellas en tantas calles de diferentes países. ¡Sí! Los mismos que han corrido y escapado de la miseria, que se han guarecido de los rencores y de las envidias y que, luego de cruzar el ancho mar, me han conducido hasta ti. Hoy ya no sangran por lo andado, sino que, por el contrario, miran hacia la lejanía cándidamente, intentando transitar otra vez el camino hacia el mar.
Sin contar con un domicilio fijo, mi Alma blanca e inmaculada pulula por el interior de mi cuerpo, a la espera de su feliz partida. Desahuciada por muchos en incontables circunstancias, no ha perecido en el intento de crear un ser humano en este cruel mundo.
Hoy, consciente de su realidad, mira a través de mis ojos intentando despertar a quienes la contemplan y no la perciben.
* * *
En este pequeño mapa que he descrito de mi persona existen otros lugares que no he reseñado. Algunos los he visitado; otros, en cambio, permanecen inexplorados.
En un rincón de mi Ser hay un hermoso jardín donde el tiempo no transcurre y los pájaros arrullan mis sueños desde las copas de los árboles. En el centro hay un pequeño estanque donde algunas flores marinas flotan plácidamente. Detrás de él, y en medio del parque, se alza un frondoso álamo de hojas plateadas.
Todas las tardes, bajo su sombra fresca, he visto al Amor y a la Soledad amándose en silencio.
Un torrente de aguas rojas se dispersa en mil azulados afluentes a lo largo de mi delgado cuerpo. Su caudal corre anegando todo mi ser y buscando la Eternidad en lo profundo de la Memoria de mi Alma.
Un poco más allá y cuando la desazón irrumpe en mi mente, aparece ante mis ojos, en la lejanía, un gran desierto de arenas pálidas. En su interior, mi soledad mece su pena aguardando impaciente que un milagroso ángel descienda desde el firmamento para calmar su llanto con un tibio beso. Jamás me he atrevido a internarme en sus solitarias dunas por temor a que, tras descubrir sus secretos, mi vida perdiera el misterioso sentido de su existencia.
A un lado de mi corazón se extiende un remanso de aguas tranquilas y un pequeño fondeadero. Allí, mi barca, ansiosa de besos y mares, se agita nerviosa en la vacuidad de los días y de las noches, aguardando impaciente la llegada de la muerte. Aquella sigilosa dama, de presencia inesperada y manos frías, que cortará las amarras que la sujetan, liberándola para siempre en el azul mar del cielo.
Cerca de mi mente existe una selva impenetrable donde todos los seres viven en armonía. Muchas veces, en momentos difíciles, he pensado dejarlo todo e internarme en sus profundidades, pero al llegar a sus umbrales, una misteriosa voz me detenía diciéndome:
—Juan, ¿hacia dónde vas? No te puedes escapar, la vida es aquí y ahora.
Inmediatamente me detenía, reflexionaba y regresaba despacio envuelto en una bendita humildad.
En los confines de mi consciencia y a las puertas de donde vive mi espíritu, se alzan dos montañas majestuosas llamadas justicia y libertad. Sus altos picos afilados y celestes acarician el brillante firmamento. Sus cumbres son el refugio de un águila perdida que vuela formando enormes círculos entre las nubes blancas.
Su mirada triste y penetrante guarda cierto parecido con mi persona.
En medio de esas dos cumbres se extiende un pequeño valle, en el cual yo sobrevivo envuelto en la bruma del silencio.
@Juan Vladimir
Octubre 1996
Esta mañana, en un afortunado descuido, se me cayeron las oscuras gafas que durante tanto tiempo cubrieron mis ojos… y, ¡de pronto!, me encontré contemplándome frente al espejo, milagrosamente vivo todavía.
El verme reflejado me asombró mucho, pues tenía una idea de mí completamente diferente a como me veía en realidad en este momento. Cuanto más me observaba, más me sorprendía, y sobre todo delante del cúmulo de sentimientos y sensaciones nuevas que brotaban en mí.
Durante numerosos años mis ojos contemplaron la vida guarecidos detrás de esos gruesos cristales. No recuerdo qué temores o circunstancias influyeron para que me decidiera a valerme de ellos, pero usarlos provocó que me confinara en lo más profundo de mi ser y me aislara de la vida que giraba a mi alrededor.
Esto causó que me volcara de lleno en algunas parcelas de mi existencia y dejara de lado otros aspectos de mi ser que hasta hoy y, a pesar del tiempo transcurrido, aún viven y sienten.
No fue mi culpa y tampoco existen culpables. Tal vez debí pasar por todo ello para descubrirme inmerso en este presente.
La vida, una vez más, se manifestaba a su antojo.
Yo conocía a fondo mis posibilidades frente a los retos del diario vivir y predecía, o al menos eso creía, con asombrosa exactitud cuál sería mi respuesta frente a determinados retos que la vida pudiese plantearme.
Pero en la actualidad, habiendo atravesado ya el ecuador de mis días, me encontraba en un punto en el que las cosas de siempre cambiaban rápidamente de forma y de valor.
Y hoy, al detenerme y contemplarme delante de aquel poderoso cristal, percibí sin dificultad las huellas de un tiempo pasado que aún sobrevivían en los rincones de mi Alma.
Descubrí que mis ideales, repletos de nobles intenciones, habían sido hasta ahora el motor de mi vida, pero que también me habían adormecido sin que yo me percatase. Y mientras todo ello sucedía, la soledad iba adentrándose en mi interior, alejándome de mi mismo y haciéndome contemplar la vida a través de una pequeña abertura protegida por gruesos barrotes con forma de pensamientos.
Por lo pronto, debía hurgar en la pesada mochila que cargaba a mis espaldas para ver si en realidad todos los enseres que acarreaba me eran útiles.
Entonces comencé a observarme, a investigarme minuciosamente, repasando mi cuerpo y mi vida palmo a palmo, hecho a hecho.
Mi primera sorpresa fue descubrir que innumerables canas blancas estaban floreciendo entre mis cabellos. Estas, silenciosas y rebeldes, habían crecido en el anonimato hasta que de pronto, al llegar a la madurez, brotaron para salpicar de nieve mi larga cabellera.
Bien comprendidas, eran el simple el augurio de un no muy lejano invierno que se aproximaba a prisa. Esto no me preocupaba demasiado, pero lo que en verdad me inquietaba era el largo tiempo durante el cual no me había mirado a mí mismo.
Si bien era cierto que cada día, al salir de casa, me detenía unos instantes frente a un pequeño espejo que colgaba junto a la puerta, pero lo curioso era que lo que veía en él era lo que quería ver, y esto casi siempre dependía de los pensamientos con que hubiese amanecido. Sin embargo, ahora era diferente. Algo se había movido en mi interior y, por suerte, la vida me estaba brindando la oportunidad de volver a enfrentarme conmigo mismo, pero esta vez sin espectadores y sin rivales. Tan solo… conmigo mismo.
Al observar mis ojos descubrí que eran el faro vigía de mi ser. Incansables y fieles fotógrafos que almacenaban en sus delgadas retinas infinitas imágenes de tiempos pasados. Pero aún así, continúan brillando, contemplando con inocente mirada el despertar de cada día. A decir verdad, la fortuna me había acompañado en bastantes ocasiones, permitiendo que las lágrimas borrasen ciertos recuerdos confusos y dolorosos. Sin embargo, ahora mis ojos se miraban a sí mismos desde lo más hondo de mi ser, pero sin perder de vista el lejano horizonte de esta existencia, con profundo amor, y descubriendo en cada momento el Alma de las personas, más allá de sus envolturas físicas.
En la antesala de mi boca, mis labios ajados aún pueden pronunciar bellas palabras. Y a pesar de que durante muchísimos años articularon mecánicamente sencillos vocablos, hoy puedo escoger las expresiones que deseo utilizar, sin temor a que los remordimientos o imaginarios castigos sellen mi libertad. Pronunciar tu nombre, Vida mía, es la clave secreta y mágica que abre la puerta del sagrado cofre donde guardo mis sentimientos.
Escondidos detrás de los labios, están mis dientes, supervivientes de cruentas batallas con el duro pan de algunas épocas, aún resisten firmes en sus trincheras. Algunos de ellos conservan extraños tatuajes grabados por odontólogos inexpertos. No obstante, y pese a los esfuerzos que han realizado, aún siguen llenos de vida. Y esto, para mí, es una buena señal.
Mis oídos. ¡Ay, mis oídos!, siempre atentos, cumpliendo sus cometidos, pasando casi desapercibidos. Pero ¿qué sería de mí sin ellos? Durante decenas de años fueron quienes me notificaban los diversos ruidos que se movían a mi alrededor. Me alertaron de peligros y de falsos amigos; me alegraron el Alma con suaves melodías y me hicieron sonreír con buenas noticias. De un tiempo a esta parte, y tal vez como presagio de la pérdida de mis anteojos, comenzaron a percibir un ligero murmullo, casi imperceptible, que se asoma de vez en cuando a sus tímpanos. Al poco tiempo descubrieron que era la voz de mi Alma invocando tu presencia, ¡oh Dios!, al caer la tarde junto a la orilla del mar.
Y mientras todo esto sucedía, yo no me daba cuenta de ello y me sumergía aún más en enardecidas actividades para intentar evadirme de mí.
Descendiendo poco a poco a lo largo de mi cuerpo, reparé en mi pecho. Este, al igual que una sólida pared, se había curtido en los incontables golpes que la vida le había propinado. Había sido un largo y duro entrenamiento durante el cual los imprevistos de la existencia humana lo habían hecho encogerse, sumergiéndolo en el dolor y en la impotencia frente a las injusticias.
Era él quien en silencio guardaba mis temores y soportaba los embates de los días y las noches. Su esfuerzo noble, a veces un poco punzante, pasaba inadvertido para quienes lo contemplaban.
Algunas veces temí que sus enrejadas paredes no resistieran los golpes de mi corazón que, preso de no sé qué extraña rebeldía, intentaba escapar de su celda golpeando rabiosamente los muros que lo mantenían prisionero.
Mis brazos, ¡ay, mis brazos!, delgados y fatigados por el esfuerzo de haber luchado durante toda mi existencia para no sucumbir en las mal olientes aguas de la mediocridad. Aún hoy son capaces de abrazar… y de soltar… y de volver a abrazar.
Sí, esos mismos brazos que izaron las blancas velas de mi barco cuando intentaba descubrir qué había tras el horizonte, aún hoy pueden acariciar con ternura este presente.
Y mis manos, ¡sí, mis manos!, las de los mil oficios, las que todo lo sabían cuando la necesidad me empujaba. Hoy, transformadas por el mágico ungüento de los sentimientos que florecen en mi interior, teclean con firmeza las palabras que mi Alma les va dictando.
Descendiendo camino de mi vientre, aparece mi sexo, que navega en secreto por los sueños de las noches, intentando penetrar en las ocultas grutas que esconde tu cuerpo. Erguido y vigilante viaja por tus profundidades queriendo explorar tus más desiertos rincones, para descubrirte y descubrirse…
Y ¡mis pies!, encallecidos y planos han dejado sus huellas en tantas calles de diferentes países. ¡Sí! Los mismos que han corrido y escapado de la miseria, que se han guarecido de los rencores y de las envidias y que, luego de cruzar el ancho mar, me han conducido hasta ti. Hoy ya no sangran por lo andado, sino que, por el contrario, miran hacia la lejanía cándidamente, intentando transitar otra vez el camino hacia el mar.
Sin contar con un domicilio fijo, mi Alma blanca e inmaculada pulula por el interior de mi cuerpo, a la espera de su feliz partida. Desahuciada por muchos en incontables circunstancias, no ha perecido en el intento de crear un ser humano en este cruel mundo.
Hoy, consciente de su realidad, mira a través de mis ojos intentando despertar a quienes la contemplan y no la perciben.
* * *
En este pequeño mapa que he descrito de mi persona existen otros lugares que no he reseñado. Algunos los he visitado; otros, en cambio, permanecen inexplorados.
En un rincón de mi Ser hay un hermoso jardín donde el tiempo no transcurre y los pájaros arrullan mis sueños desde las copas de los árboles. En el centro hay un pequeño estanque donde algunas flores marinas flotan plácidamente. Detrás de él, y en medio del parque, se alza un frondoso álamo de hojas plateadas.
Todas las tardes, bajo su sombra fresca, he visto al Amor y a la Soledad amándose en silencio.
Un torrente de aguas rojas se dispersa en mil azulados afluentes a lo largo de mi delgado cuerpo. Su caudal corre anegando todo mi ser y buscando la Eternidad en lo profundo de la Memoria de mi Alma.
Un poco más allá y cuando la desazón irrumpe en mi mente, aparece ante mis ojos, en la lejanía, un gran desierto de arenas pálidas. En su interior, mi soledad mece su pena aguardando impaciente que un milagroso ángel descienda desde el firmamento para calmar su llanto con un tibio beso. Jamás me he atrevido a internarme en sus solitarias dunas por temor a que, tras descubrir sus secretos, mi vida perdiera el misterioso sentido de su existencia.
A un lado de mi corazón se extiende un remanso de aguas tranquilas y un pequeño fondeadero. Allí, mi barca, ansiosa de besos y mares, se agita nerviosa en la vacuidad de los días y de las noches, aguardando impaciente la llegada de la muerte. Aquella sigilosa dama, de presencia inesperada y manos frías, que cortará las amarras que la sujetan, liberándola para siempre en el azul mar del cielo.
Cerca de mi mente existe una selva impenetrable donde todos los seres viven en armonía. Muchas veces, en momentos difíciles, he pensado dejarlo todo e internarme en sus profundidades, pero al llegar a sus umbrales, una misteriosa voz me detenía diciéndome:
—Juan, ¿hacia dónde vas? No te puedes escapar, la vida es aquí y ahora.
Inmediatamente me detenía, reflexionaba y regresaba despacio envuelto en una bendita humildad.
En los confines de mi consciencia y a las puertas de donde vive mi espíritu, se alzan dos montañas majestuosas llamadas justicia y libertad. Sus altos picos afilados y celestes acarician el brillante firmamento. Sus cumbres son el refugio de un águila perdida que vuela formando enormes círculos entre las nubes blancas.
Su mirada triste y penetrante guarda cierto parecido con mi persona.
En medio de esas dos cumbres se extiende un pequeño valle, en el cual yo sobrevivo envuelto en la bruma del silencio.
@Juan Vladimir
Octubre 1996