El amanecer se desperezaba en el horizonte. Yo observaba el sol en la lejanía, que entre bostezos y dudas intentaba elevarse por encima de las nubes grises que lo cercaban.
Una suave y fresca brisa mañanera me acariciaba el rostro mientras que en el cielo podía divisarse con nitidez a una pareja de albatros que, ajenos a lo que sucedía debajo de ellos, volaban en paz camino del horizonte.
La superficie del agua, apenas ondulada, se asemejaba a una delgada sábana que cubría el misterio que residía en lo profundo del mar.
De vez cuando, en la acuosa superficie podían apreciarse pequeñas colonias de algas, cuyos cuerpos brillaban con intensidad al recibir los primeros rayos de sol. Permanecían inmóviles, flotando plácidamente, ajenas al día que estaba naciendo.
No muy lejos de allí, algunos atunes saltaban alegremente dejando ver sus resplandecientes cuerpos.
El viejo barco llamado Eternidad navegaba impasible por su ruta, establecida desde tiempos inmemoriales.
Una larga estela blanca delataba su incansable andar sobre la grisácea mar, mientras los albatros, muy lejos ya, continuaban indiferentes en alegre vuelo por el inmaculado espacio.
La cubierta de aquel gran barco en el cual navegaba estaba húmeda; el sol aún no se había percatado de ello y mis pies descalzos dejaban persistentes y resbaladizas huellas sobre la dura cubierta de madera.
Mi memoria era frágil; no recordaba en absoluto en qué momento había subido a bordo de esa nave. Me hallaba inmerso en un viaje fantástico, increíble por momentos, del cual no sabía ni su origen ni su destino, era el viaje de Mi vida.
La identidad del capitán que estaba al mando de esa ilusoria nave también era un misterio. Algunos compañeros de travesía me decían que el capitán llevaba el cabello largo y un crucifijo colgado de su cuello; otros, en cambio me comentaban que no, que llevaba el cabello rapado y lucía en su pecho un collar de cuentas de madera. Había muchas versiones sobre su identidad. Todos, en algún momento de la travesía, nos sentimos intrigados y queríamos saber, pero en realidad nadie tenía ninguna certeza al respecto.
Ninguno de los pasajeros conocíamos el origen, el propósito y el destino del viaje. En muy pocas ocasiones lográbamos recordar que algún día deberíamos desembarcar.
El temor y la necesidad de perpetuarnos en una ilusoria seguridad que muchos sentíamos provocaban que las mentes tejieran todo tipo de leyendas, algunas casi fantásticas y complicadas de creer.
¡Qué difícil resultaba para muchos de los pasajeros el vivir cada día sin preocuparse por el mañana!
Dime Dios: ¿Por qué sonríes? ¿No sientes pena? ¿No te entristeces por ellos al observarlos? ¿Qué sientes, Dios?
Con los brazos apoyados en la barandilla blanca, aligeraba un poco el peso de mi cuerpo sobre las piernas. Maravillado por lo que contemplaba, mis ojos resplandecían ante cada nuevo descubrimiento, ante los regalos que la vida me brindaba con cada nuevo amanecer.
Mi corazón, arropado por mi Alma, henchía los pulmones ante tanta belleza, la cual no se limitaba a lo que reflejaban mis retinas, sino a lo que estas transmitían a mi interior.
Ante ello, mi Alma se elevaba más allá de lo visible y acompañaba durante un rato el vuelo celeste de los albatros.
De tanto en tanto, algunos peces voladores saltaban y caían sobre la cubierta, provocando con ello mi asombro y algún que otro sobresalto.
Algunas olas impertinentes exhibían su poder descargando su blanca osadía sobre el casco envejecido del barco, y era entonces cuando sentía en el rostro una bendición sagrada plasmada en la humedad de mis mejillas, salpicadas por gotas de espuma blanca.
En esos momentos, todos nos abrazábamos en perfecta armonía:
El sol y el cielo… el agua y los peces… el barco y la eternidad… el Todo y mi pequeñez…
Mis ojos, como hipnotizados, vagaban por el horizonte y se posaban sobre las olas. Asentados sobre el azul verdoso de sus crestas, acompañaban los movimientos de estas como si se tratase de un juego infantil.
Un día, inmerso en ese inocente pasatiempo, me pareció distinguir una frase escrita sobre la base de una ola, que, si mal no recuerdo, decía algo así:
“La pena y la tristeza no te pertenecen… Son efímeras… pero ello solo lo descubrirás cuando tus ojos miren donde deben mirar…”
Atónito ante lo que acababa de leer, en un brusco acto reflejo me pregunté:
¿Hacia dónde debo mirar? ¿Hacia dónde debo mirar?
La respuesta llegó telepáticamente a mi mente
Juan, solo mira en tu realidad, en tu fragilidad…
De pronto tomé consciencia de lo que me estaba sucediendo e intenté buscar nuevamente la gran ola que momentos antes había visto, la portadora del mensaje, pero esta había desaparecido por debajo de la proa.
El viaje continuó y las noches y los días se intercalaban plácidamente. A pesar de que todo parecía que se repetía sin variaciones, en realidad, cada momento era diferente, cada día era incomparable al ya vivido.
Las noches para mí eran especiales, cada una de ellas me desvelaba sensaciones y sentimientos que muchas veces las palabras no podían definir.
Mi mirada se perdía en el firmamento y en mi fuero interno sonreía pensando que también la bóveda celeste era semejante a la cubierta del gran barco donde me encontraba. En ella, las estrellas, al igual que yo —solitario transeúnte del Gran Mar— discurrían a su antojo por la inmensa superficie oscurecida de la noche.
A la madrugada, cuando la mayoría de los pasajeros se habían retirado a descansar, cogía una hamaca de raída lona que había escondido detrás de un mamparo, cerca de la popa, y me tendía en ella para contemplar la increíble cúpula salpicada de estrellas que me cobijaba.
El barco se mecía y me recordaba a una gran madre acunando a sus hijos. La brisa había desaparecido, tal vez fatigada, y el olor de la noche penetraba en mis pulmones, anestesiando mis pensamientos, haciéndome perder la consistencia de mi condición humana.
¡Y entonces el Infinito cobraba vida!, y en la gran pantalla del cielo comenzaba a proyectarse la Vida en sí misma, libre, desnuda, sin tapujos, como ella es en realidad
Recordé que en uno de los bolsillos de mi chaqueta guardaba un papel donde un amigo mío, aficionado a la astronomía, me había dibujado un escueto mapa del cielo.
A la luz de una pequeña linterna, intenté descifrar el dibujo y traté de divisar en el firmamento algunas de las estrellas que mi amigo me había señalado.
El barco, mientras tanto, continuaba su singladura, al igual que las estrellas… Y yo… yo sin saber nada… acerca de nada… permanecía absorto en la eternidad de la noche, inmerso en un bendito silencio que premiaba la consciencia de mi ignorancia.
Me sentía un ser privilegiado, espectador sigiloso del Infinito en brazos de la existencia.
Lentamente fui descubriendo algunas de las estrellas dibujadas en aquel trozo de papel: la Osa Menor, la Osa Mayor, las Tres Marías, las constelaciones de Orión, Sirio y algunas más cuyos nombre no recuerdo.
Sin embargo, había una estrella que brillaba por sobre las demás; su luz era intensa y pura y destacaba en aquel cielo oscuro. De pronto, hechizado por su brillo y preso de la emoción, exclamé: ¡Sí! Sin duda es ella, es Felicidad, la estrella que todo el mundo desea encontrar y que yo, sin querer, he descubierto!
Felicidad brillaba increíblemente y con su resplandeciente luz dejaba a la vista a otras estrellas, diminutas, que giraban a su alrededor.
Ella era la estrella más deseada, por la cual muchas personas habían vendido sus almas… Era la estrella que, según decía el mito, prometía la plenitud frente al vacío de la existencia.
Por un momento sonreí angustiado al tomar consciencia de mi descubrimiento y la congoja se hizo presente en mi corazón al darme cuenta de que la mayoría de las personas pensaban que Felicidad les brindaría todo lo que anhelaban. Lo más irónico era que ese todo que anhelaban era diferente para cada ser. Pero aún había más: ese todo cambiaba con el paso del tiempo, al igual que su valor.
Absorto en los descubrimientos de mi consciencia, observé que Felicidad titilaba nerviosa, como queriendo advertirme de algo.
Continué mirándola fijamente, pues dudaba de si era a mí a quien se dirigía o si se trataba solo de una ilusión óptica causada por el andar de las nubes a su alrededor. ¡Pero no, no era así! Felicidad abría y cerraba sus ojos intentando comunicarse conmigo.
¡Juan, Juan, tú me confundes, ¡Yo no me llamo Felicidad!
Sus palabras resonaron misteriosamente en mi cabeza.
¿Pero… entonces, quién eres?, balbuceé. ¿Todo el mundo te venera y te persigue, quién eres?
Mi nombre verdadero es PAZ. Las personas me confunden con mi hermana pequeña, llamada Felicidad, y piensan que ella les dará lo que solo yo poseo, y esto no es más que un espejismo.
Una sensación de profunda extrañeza se apoderó de mí ante tal confesión.
El dolor por mis hermanos obsesionados con la infantil búsqueda de Felicidad, a lo largo de sus existencias, me entristecía y mi corazón lloraba en silencio.
Luego de la congoja que me oprimió el pecho durante unos momentos, la comprensión que nada tiene que ver con las palabras se apoderó mansamente de mi ser.
Empujado por el aliento infinito que inundaba la noche, comprendí y comencé a repetir, como por arte de magia, las palabras que Dios (la vida) me brindaba como respuesta a mis preguntas:
Compasión, Juan… Compasión…
El barco continuaba su rumbo navegando apaciblemente, la luna recorría ya el camino de regreso a su morada y algunas estrellas rezagadas intentaban ganar el horizonte.
Paz brillaba radiante, hermosa, iluminando todo a su alrededor. De tanto en tanto, entornaba sus ojos complacida ante el paso de las nubes.
Mi cuerpo encogido se mecía al son de las olas, mientras que mi Alma se elevaba para unirse al vuelo de los albatros.
@Juan Vladimir
Marzo 2016
El amanecer se desperezaba en el horizonte. Yo observaba el sol en la lejanía, que entre bostezos y dudas intentaba elevarse por encima de las nubes grises que lo cercaban.
Una suave y fresca brisa mañanera me acariciaba el rostro mientras que en el cielo podía divisarse con nitidez a una pareja de albatros que, ajenos a lo que sucedía debajo de ellos, volaban en paz camino del horizonte.
La superficie del agua, apenas ondulada, se asemejaba a una delgada sábana que cubría el misterio que residía en lo profundo del mar.
De vez cuando, en la acuosa superficie podían apreciarse pequeñas colonias de algas, cuyos cuerpos brillaban con intensidad al recibir los primeros rayos de sol. Permanecían inmóviles, flotando plácidamente, ajenas al día que estaba naciendo.
No muy lejos de allí, algunos atunes saltaban alegremente dejando ver sus resplandecientes cuerpos.
El viejo barco llamado Eternidad navegaba impasible por su ruta, establecida desde tiempos inmemoriales.
Una larga estela blanca delataba su incansable andar sobre la grisácea mar, mientras los albatros, muy lejos ya, continuaban indiferentes en alegre vuelo por el inmaculado espacio.
La cubierta de aquel gran barco en el cual navegaba estaba húmeda; el sol aún no se había percatado de ello y mis pies descalzos dejaban persistentes y resbaladizas huellas sobre la dura cubierta de madera.
Mi memoria era frágil; no recordaba en absoluto en qué momento había subido a bordo de esa nave. Me hallaba inmerso en un viaje fantástico, increíble por momentos, del cual no sabía ni su origen ni su destino, era el viaje de Mi vida.
La identidad del capitán que estaba al mando de esa ilusoria nave también era un misterio. Algunos compañeros de travesía me decían que el capitán llevaba el cabello largo y un crucifijo colgado de su cuello; otros, en cambio me comentaban que no, que llevaba el cabello rapado y lucía en su pecho un collar de cuentas de madera. Había muchas versiones sobre su identidad. Todos, en algún momento de la travesía, nos sentimos intrigados y queríamos saber, pero en realidad nadie tenía ninguna certeza al respecto.
Ninguno de los pasajeros conocíamos el origen, el propósito y el destino del viaje. En muy pocas ocasiones lográbamos recordar que algún día deberíamos desembarcar.
El temor y la necesidad de perpetuarnos en una ilusoria seguridad que muchos sentíamos provocaban que las mentes tejieran todo tipo de leyendas, algunas casi fantásticas y complicadas de creer.
¡Qué difícil resultaba para muchos de los pasajeros el vivir cada día sin preocuparse por el mañana!
Dime Dios: ¿Por qué sonríes? ¿No sientes pena? ¿No te entristeces por ellos al observarlos? ¿Qué sientes, Dios?
Con los brazos apoyados en la barandilla blanca, aligeraba un poco el peso de mi cuerpo sobre las piernas. Maravillado por lo que contemplaba, mis ojos resplandecían ante cada nuevo descubrimiento, ante los regalos que la vida me brindaba con cada nuevo amanecer.
Mi corazón, arropado por mi Alma, henchía los pulmones ante tanta belleza, la cual no se limitaba a lo que reflejaban mis retinas, sino a lo que estas transmitían a mi interior.
Ante ello, mi Alma se elevaba más allá de lo visible y acompañaba durante un rato el vuelo celeste de los albatros.
De tanto en tanto, algunos peces voladores saltaban y caían sobre la cubierta, provocando con ello mi asombro y algún que otro sobresalto.
Algunas olas impertinentes exhibían su poder descargando su blanca osadía sobre el casco envejecido del barco, y era entonces cuando sentía en el rostro una bendición sagrada plasmada en la humedad de mis mejillas, salpicadas por gotas de espuma blanca.
En esos momentos, todos nos abrazábamos en perfecta armonía:
El sol y el cielo… el agua y los peces… el barco y la eternidad… el Todo y mi pequeñez…
Mis ojos, como hipnotizados, vagaban por el horizonte y se posaban sobre las olas. Asentados sobre el azul verdoso de sus crestas, acompañaban los movimientos de estas como si se tratase de un juego infantil.
Un día, inmerso en ese inocente pasatiempo, me pareció distinguir una frase escrita sobre la base de una ola, que, si mal no recuerdo, decía algo así:
“La pena y la tristeza no te pertenecen… Son efímeras… pero ello solo lo descubrirás cuando tus ojos miren donde deben mirar…”
Atónito ante lo que acababa de leer, en un brusco acto reflejo me pregunté:
¿Hacia dónde debo mirar? ¿Hacia dónde debo mirar?
La respuesta llegó telepáticamente a mi mente
Juan, solo mira en tu realidad, en tu fragilidad…
De pronto tomé consciencia de lo que me estaba sucediendo e intenté buscar nuevamente la gran ola que momentos antes había visto, la portadora del mensaje, pero esta había desaparecido por debajo de la proa.
El viaje continuó y las noches y los días se intercalaban plácidamente. A pesar de que todo parecía que se repetía sin variaciones, en realidad, cada momento era diferente, cada día era incomparable al ya vivido.
Las noches para mí eran especiales, cada una de ellas me desvelaba sensaciones y sentimientos que muchas veces las palabras no podían definir.
Mi mirada se perdía en el firmamento y en mi fuero interno sonreía pensando que también la bóveda celeste era semejante a la cubierta del gran barco donde me encontraba. En ella, las estrellas, al igual que yo —solitario transeúnte del Gran Mar— discurrían a su antojo por la inmensa superficie oscurecida de la noche.
A la madrugada, cuando la mayoría de los pasajeros se habían retirado a descansar, cogía una hamaca de raída lona que había escondido detrás de un mamparo, cerca de la popa, y me tendía en ella para contemplar la increíble cúpula salpicada de estrellas que me cobijaba.
El barco se mecía y me recordaba a una gran madre acunando a sus hijos. La brisa había desaparecido, tal vez fatigada, y el olor de la noche penetraba en mis pulmones, anestesiando mis pensamientos, haciéndome perder la consistencia de mi condición humana.
¡Y entonces el Infinito cobraba vida!, y en la gran pantalla del cielo comenzaba a proyectarse la Vida en sí misma, libre, desnuda, sin tapujos, como ella es en realidad
Recordé que en uno de los bolsillos de mi chaqueta guardaba un papel donde un amigo mío, aficionado a la astronomía, me había dibujado un escueto mapa del cielo.
A la luz de una pequeña linterna, intenté descifrar el dibujo y traté de divisar en el firmamento algunas de las estrellas que mi amigo me había señalado.
El barco, mientras tanto, continuaba su singladura, al igual que las estrellas… Y yo… yo sin saber nada… acerca de nada… permanecía absorto en la eternidad de la noche, inmerso en un bendito silencio que premiaba la consciencia de mi ignorancia.
Me sentía un ser privilegiado, espectador sigiloso del Infinito en brazos de la existencia.
Lentamente fui descubriendo algunas de las estrellas dibujadas en aquel trozo de papel: la Osa Menor, la Osa Mayor, las Tres Marías, las constelaciones de Orión, Sirio y algunas más cuyos nombre no recuerdo.
Sin embargo, había una estrella que brillaba por sobre las demás; su luz era intensa y pura y destacaba en aquel cielo oscuro. De pronto, hechizado por su brillo y preso de la emoción, exclamé: ¡Sí! Sin duda es ella, es Felicidad, la estrella que todo el mundo desea encontrar y que yo, sin querer, he descubierto!
Felicidad brillaba increíblemente y con su resplandeciente luz dejaba a la vista a otras estrellas, diminutas, que giraban a su alrededor.
Ella era la estrella más deseada, por la cual muchas personas habían vendido sus almas… Era la estrella que, según decía el mito, prometía la plenitud frente al vacío de la existencia.
Por un momento sonreí angustiado al tomar consciencia de mi descubrimiento y la congoja se hizo presente en mi corazón al darme cuenta de que la mayoría de las personas pensaban que Felicidad les brindaría todo lo que anhelaban. Lo más irónico era que ese todo que anhelaban era diferente para cada ser. Pero aún había más: ese todo cambiaba con el paso del tiempo, al igual que su valor.
Absorto en los descubrimientos de mi consciencia, observé que Felicidad titilaba nerviosa, como queriendo advertirme de algo.
Continué mirándola fijamente, pues dudaba de si era a mí a quien se dirigía o si se trataba solo de una ilusión óptica causada por el andar de las nubes a su alrededor. ¡Pero no, no era así! Felicidad abría y cerraba sus ojos intentando comunicarse conmigo.
¡Juan, Juan, tú me confundes, ¡Yo no me llamo Felicidad!
Sus palabras resonaron misteriosamente en mi cabeza.
¿Pero… entonces, quién eres?, balbuceé. ¿Todo el mundo te venera y te persigue, quién eres?
Mi nombre verdadero es PAZ. Las personas me confunden con mi hermana pequeña, llamada Felicidad, y piensan que ella les dará lo que solo yo poseo, y esto no es más que un espejismo.
Una sensación de profunda extrañeza se apoderó de mí ante tal confesión.
El dolor por mis hermanos obsesionados con la infantil búsqueda de Felicidad, a lo largo de sus existencias, me entristecía y mi corazón lloraba en silencio.
Luego de la congoja que me oprimió el pecho durante unos momentos, la comprensión que nada tiene que ver con las palabras se apoderó mansamente de mi ser.
Empujado por el aliento infinito que inundaba la noche, comprendí y comencé a repetir, como por arte de magia, las palabras que Dios (la vida) me brindaba como respuesta a mis preguntas:
Compasión, Juan… Compasión…
El barco continuaba su rumbo navegando apaciblemente, la luna recorría ya el camino de regreso a su morada y algunas estrellas rezagadas intentaban ganar el horizonte.
Paz brillaba radiante, hermosa, iluminando todo a su alrededor. De tanto en tanto, entornaba sus ojos complacida ante el paso de las nubes.
Mi cuerpo encogido se mecía al son de las olas, mientras que mi Alma se elevaba para unirse al vuelo de los albatros.
@Juan Vladimir
Marzo 2016