Historias de mi vida

La superficie que ocupaba el jardín de aquella casa blanca no era muy extensa, tal vez un centenar de metros en su lado más profundo.

Una larga hilera de eucaliptos delimitaba aquel pequeño paraíso verde. Junto a ellos, esparcidos sin orden alguno, un limonero y dos floridos rosales compartían sus espacios.

Un poco más allá, junto a la cerca, había un enorme cantero colmado de alegres margaritas que, mecidas por una suave brisa, se abrazaban unas a otras con regocijo.

Mientras descansaba recostado en el tronco de un frondoso eucalipto, paseaba mi mirada por las margaritas y los verdes, y deleitaba mis oídos con el concierto de gorjeos y trinos que innumerables pajarillos ofrecían gratuitamente a la vida.

Al frente, en el otro extremo del jardín, entre dos ramas de eucalipto, un alambre delgado y tenso sujetaba con firmeza algunas piezas de ropa que en manos de la brisa flameaban al igual que una solemne bandera. Algunas de ellas esparcían pequeñas gotas de agua e iban cambiando de tonalidad a medida que el sol las iba secando.

De cuando en cuando alguna nube, traviesa como un chiquillo, se detenía delante del sol y provocaba que todos los colores de aquel pequeño edén se atenuasen y su resplandor fuese otro.

Yo dejaba que mis ojos deambularan mientras mi corazón palpitaba en paz.

De tanto en tanto, algún suspiro me despertaba de ese dulce letargo que la tarde me regalaba. Entonces, me incorporaba un poco y volvía a confiar en el noble soporte de aquel bendito árbol.

Todo giraba en perfecta armonía:

La paz y el cielo… El verde y la vida… Las aves y lo eterno…

Mi silencio y el misterio… La existencia y la nada… La vida y la muerte…

El permanente secreto…

Cegado por el sol, entrecerré los ojos para protegerlos de la luminosidad que, sin piedad, me encandilaba. De vez en cuando me detenía en el movimiento de la ropa sobre el alambre y me deleitaba viendo cómo una mano invisible sacudía alegremente aquellos trozos de tela.

En el centro del alambre, y perturbando la armoniosa rutina de las coloridas ropas colgadas, una esplendorosa sábana blanca se adueñaba de gran parte del alambre.

Casi sin percatarme, mis ojos se posaron sobre el cuerpo de aquella sábana. Poco a poco mi mirada perdió consistencia y se adentró en aquel blanco mar de algodón. Mi respiración comenzó a enlentecerse, al tiempo que en mi mente resonaban tenuemente estas palabras:

Mírame, Juan, ¿sabes quién soy? ¿Me reconoces…? 

Soy yo, tu conciencia…

 Desconfiado, escrudiñé aquella superficie blanca. Por un momento, y al igual que en un teatro cuyas cortinas se abrían para dejar a la vista el escenario, comencé a descubrir todo lo que en ella había escrito y dibujado durante mi existencia.

Percibí con claridad los colores brillantes que abrazaban mis ilusiones cuando era un joven adolescente. Descubrí aquel color rojo intenso que sonrojaba mi rostro al despertar mis instintos. Contemplé el color gris que delataba mis culpas cuando, preso del temor, actuaba sin obedecer a mi corazón. Volví a visualizar las manchas que aparecían cuando mis lágrimas asomaban. Torné a recordar tantas y tantas cosas…

De pronto, el sopor se hizo más intenso y caí en una especie de insondable letargo donde no pude saber si dormía profundamente o si había despertado luego de un largo ensueño.

Volví a recobrar mi visión, pues tomé consciencia de que había estado enfocando mis ojos en los pensamientos que mi mente proyectaba, prisionera del temor y la angustia del engaño del futuro.

Entonces, tal vez por volver a mirar como por primera vez, descubrí que la sábana blanca de mi consciencia, que tantas veces había ignorado, estaba allí, impoluta, traslúcida, perfecta en su simpleza frente a mí.

Me di cuenta de que todo lo que en ella había depositado a lo largo del tiempo, en cierto momento de la existencia se diluía y desaparecía, y que la importancia que le había atribuido a todo ello en sus respectivos momentos no era ni más ni menos que mis temores y mi necesidad de reafirmación.

Las lágrimas surcaron mis mejillas al advertir que aquello que llamaba consciencia era yo mismo, mi esencia sin nombre, sin carnet de identidad, sin futuro, sin pasado, sin culpas ni temores.

Descubrí que todos éramos iguales, semejantes, nacidos del Amor, hechos de amor y que muchas veces, ausentes de nosotros mismos, asustados como niños abandonados, deambulábamos por la existencia de forma inconsciente sin darnos cuenta de que estábamos vivos.

Comprendí que la consciencia siempre resplandece en nosotros más allá de todo lo que consignemos en ella, y que todo lo vertido no es más que el resultado de nuestro proceso de autodescubrimiento.

Más allá de todo, ella —la consciencia— es la ventana por la cual podemos descubrirnos existiendo en la Eternidad del presente, donde no hay principio ni final.

Una inoportuna racha de viento sacudió las ramas del árbol en el cual estaba apoyado, y al mismo tiempo que esto sucedía, un pequeño pájaro manchó mis ropas.

Volví a abrir los ojos lentamente, y mi Alma sonreía en silencio dando gracias al Infinito.

@Juan Vladimir

Marzo 2016

La superficie que ocupaba el jardín de aquella casa blanca no era muy extensa, tal vez un centenar de metros en su lado más profundo.

Una larga hilera de eucaliptos delimitaba aquel pequeño paraíso verde. Junto a ellos, esparcidos sin orden alguno, un limonero y dos floridos rosales compartían sus espacios.

Un poco más allá, junto a la cerca, había un enorme cantero colmado de alegres margaritas que, mecidas por una suave brisa, se abrazaban unas a otras con regocijo.

Mientras descansaba recostado en el tronco de un frondoso eucalipto, paseaba mi mirada por las margaritas y los verdes, y deleitaba mis oídos con el concierto de gorjeos y trinos que innumerables pajarillos ofrecían gratuitamente a la vida.

Al frente, en el otro extremo del jardín, entre dos ramas de eucalipto, un alambre delgado y tenso sujetaba con firmeza algunas piezas de ropa que en manos de la brisa flameaban al igual que una solemne bandera. Algunas de ellas esparcían pequeñas gotas de agua e iban cambiando de tonalidad a medida que el sol las iba secando.

De cuando en cuando alguna nube, traviesa como un chiquillo, se detenía delante del sol y provocaba que todos los colores de aquel pequeño edén se atenuasen y su resplandor fuese otro.

Yo dejaba que mis ojos deambularan mientras mi corazón palpitaba en paz.

De tanto en tanto, algún suspiro me despertaba de ese dulce letargo que la tarde me regalaba. Entonces, me incorporaba un poco y volvía a confiar en el noble soporte de aquel bendito árbol.

Todo giraba en perfecta armonía:

La paz y el cielo… El verde y la vida… Las aves y lo eterno…

Mi silencio y el misterio… La existencia y la nada… La vida y la muerte…

El permanente secreto…

Cegado por el sol, entrecerré los ojos para protegerlos de la luminosidad que, sin piedad, me encandilaba. De vez en cuando me detenía en el movimiento de la ropa sobre el alambre y me deleitaba viendo cómo una mano invisible sacudía alegremente aquellos trozos de tela.

En el centro del alambre, y perturbando la armoniosa rutina de las coloridas ropas colgadas, una esplendorosa sábana blanca se adueñaba de gran parte del alambre.

Casi sin percatarme, mis ojos se posaron sobre el cuerpo de aquella sábana. Poco a poco mi mirada perdió consistencia y se adentró en aquel blanco mar de algodón. Mi respiración comenzó a enlentecerse, al tiempo que en mi mente resonaban tenuemente estas palabras:

Mírame, Juan, ¿sabes quién soy? ¿Me reconoces…? 

Soy yo, tu conciencia…

 Desconfiado, escrudiñé aquella superficie blanca. Por un momento, y al igual que en un teatro cuyas cortinas se abrían para dejar a la vista el escenario, comencé a descubrir todo lo que en ella había escrito y dibujado durante mi existencia.

Percibí con claridad los colores brillantes que abrazaban mis ilusiones cuando era un joven adolescente. Descubrí aquel color rojo intenso que sonrojaba mi rostro al despertar mis instintos. Contemplé el color gris que delataba mis culpas cuando, preso del temor, actuaba sin obedecer a mi corazón. Volví a visualizar las manchas que aparecían cuando mis lágrimas asomaban. Torné a recordar tantas y tantas cosas…

De pronto, el sopor se hizo más intenso y caí en una especie de insondable letargo donde no pude saber si dormía profundamente o si había despertado luego de un largo ensueño.

Volví a recobrar mi visión, pues tomé consciencia de que había estado enfocando mis ojos en los pensamientos que mi mente proyectaba, prisionera del temor y la angustia del engaño del futuro.

Entonces, tal vez por volver a mirar como por primera vez, descubrí que la sábana blanca de mi consciencia, que tantas veces había ignorado, estaba allí, impoluta, traslúcida, perfecta en su simpleza frente a mí.

Me di cuenta de que todo lo que en ella había depositado a lo largo del tiempo, en cierto momento de la existencia se diluía y desaparecía, y que la importancia que le había atribuido a todo ello en sus respectivos momentos no era ni más ni menos que mis temores y mi necesidad de reafirmación.

Las lágrimas surcaron mis mejillas al advertir que aquello que llamaba consciencia era yo mismo, mi esencia sin nombre, sin carnet de identidad, sin futuro, sin pasado, sin culpas ni temores.

Descubrí que todos éramos iguales, semejantes, nacidos del Amor, hechos de amor y que muchas veces, ausentes de nosotros mismos, asustados como niños abandonados, deambulábamos por la existencia de forma inconsciente sin darnos cuenta de que estábamos vivos.

Comprendí que la consciencia siempre resplandece en nosotros más allá de todo lo que consignemos en ella, y que todo lo vertido no es más que el resultado de nuestro proceso de autodescubrimiento.

Más allá de todo, ella —la consciencia— es la ventana por la cual podemos descubrirnos existiendo en la Eternidad del presente, donde no hay principio ni final.

Una inoportuna racha de viento sacudió las ramas del árbol en el cual estaba apoyado, y al mismo tiempo que esto sucedía, un pequeño pájaro manchó mis ropas.

Volví a abrir los ojos lentamente, y mi Alma sonreía en silencio dando gracias al Infinito.

@Juan Vladimir

Marzo 2016

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