Historias de mi vida

cronología  para leer: 

Un dialogo con la muerte / Mi encuentro con ella parte 1º/  parte  2º

¡De qué forma tan inconsciente vivimos nuestra vida y qué pequeños e impotentes nos sentimos cuando la muerte nos deja oír su voz fría en nuestro derredor!
Precisamente hoy, sumergido en este inmenso mar que es mi Yo Profundo, me debato entre mis continuos descubrimientos intentando no defraudar a mi alma que, huérfana y solitaria, sobrevive prisionera en esta celda de huesos frágiles y forma de hombre. 

A lo largo de mi existencia, y por diferentes motivos, me he topado con la muerte en diversas ocasiones. ¡Sí!, y han sido numerosas las veces en que la he visto ataviada con diferentes ropajes, rondando por los pasillos de mi vida.
La descubrí una infantil tarde de otoño, guarecida detrás de un repentino y traicionero infarto que se interpuso en el camino de mi abuelo cuando regresaba de pescar.

Tiempo después, al atravesar mi adolescencia, volví a descubrirla, agazapada detrás de una embolia cruel e inesperada, cuando se apoderó de la vida de mi abuela, a quien yo tanto quería. Posteriormente una noche, volví a reconocerla cuando de forma intrusa viajaba en aquel coche enceguecido, que me embistió violentamente y en el cual viajaban tres muchachas.

Sentí su fría mano sobre mi hombro aquella tarde veraniega en la que cansado y desconcertado por algunas cosas de este mundo, me senté en aquel muelle pensando en que tal vez, si me dejaba caer a las pestilentes aguas que rondaban bajo mis pies, aliviaría para siempre mi dolor.

¿Sabes, querido amigo? En estos días pasados de tantas lluvias y tormentas, una mañana me senté en un banco del paseo para contemplar el gran mar. Después de permanecer un buen rato recreando mis inconstantes pensamientos en las nubes y en la grisácea masa de agua que se agitaba ante mí, intenté adentrarme en el nebuloso horizonte que se presentaba ante mis ojos. Comencé a reflexionar profundamente en el porqué de mi existencia procurando descubrir cuál era el verdadero motivo que me aferraba a esta misteriosa vida. Al cabo de un tiempo, durante el cual las nubes comenzaron a huir despavoridas del fuerte viento que las perseguía, un sinfín de espacios vacíos se apoderó de mi mente y acalló mis desconcertados pensamientos. Entonces empecé a sentirme vacío, completamente vacío y solo, casi sin percibir mi cuerpo, como si estuviera fuera del tiempo. Tan solo mi soledad y mi aliento denotaban mi existencia que, abstraída en el infinito, se desnudaba frente aquel impresionante Dios vestido de grises y blancos. Estaba solo, solo y vacío… pero conmigo mismo.

No sé si fue por la tenue llovizna o por la sigilosa soledad que empapaba mi ser, pero mis ojos comenzaron a perder la visión envueltos en una fría humedad. De pronto tuve la sensación de que mis manos sujetaban algo. ¡Sí!, una llave diminuta y delgada que por arte de no sé qué encanto reposaba entre mis enjutos dedos. Una llave, de apariencia insignificante, pero que podía abrir cualquiera de las dos puertas que se presentaban ante mí: la puerta que custodiaba a la vida y la puerta detrás de la cual habitaba la muerte.

Lo realmente curioso era que mis manos siempre habían guardado esa llave y, sin embargo yo, no me había percatado de ello hasta ese preciso momento.

No sé cuánto tiempo transcurrió desde aquel descubrimiento, tan solo sé que el frío que me paralizaba me sacudió de una forma un tanto temblorosa.

Lentamente, como regresando de un lejano viaje, volví a tomar conciencia de mi presencia frente aquel trascendente paisaje. Entonces descubrí que era yo, yo y nadie más que yo, el que podía escoger cuál de las dos puertas quería abrir.
Nadie me obligaba a nada, era mi propia voluntad la que generaba mis propias responsabilidades. Al darme cuenta de ello, me inundó una sensación de profunda calma y comencé a sentirme libre, completamente libre al comprobar que estaba en mis manos aceptar o rechazar mi existencia en esta Tierra. Entonces, enormemente aliviado alcé mis ojos hacia el vuelo de dos gaviotas que alegres y descaradas, chillaban entre sí.

Cuando estas desaparecieron entre las nubes, volví a contemplar el rugiente Mar. Su fuerza invencible y su pureza etérea penetraron en mi interior. Parecía como si sus rugidos ahuyentasen los titubeos que aún pululaban por los rincones de mi mente.
La Eternidad de aquel instante sacudía mi corazón y lo elevaba hacia la puerta que custodiaba la sagrada Vida. Embargado por la emoción, tan solo atiné a pronunciar la mágica palabra que todo lo puede: “Gracias…”.

De esta forma, volví a adentrarme en mi existencia terrena.

En mis cuarenta y dos años, era la primera vez que tomaba conciencia nítida de lo que significaba vivir. Lo hecho, echo estaba, el pasado ya no me importaba. Lo único importante era cada minuto que esta existencia me estaba regalando. El hoy era lo que en ese preciso momento estaba viviendo. Todo lo demás eran simples ilusiones.

En ese mismo instante en el que la paz comenzaba a anidar en mi ser, una vigorosa ráfaga de viento sacudió el follaje de una palmera. Su fuerte y agudo silbido comenzó a irritar a mis oídos, al mismo tiempo que pequeñas gotas de agua salpicaban mis mejillas. Eran los restos de una gran ola que había perecido en la orilla.

Su blanco espíritu se elevaba desde la espuma con fuerza sobre las aguas, se esparcía por el espacio y volvía a caer. Regresaba otra vez a la gran masa para volver a comenzar, para volver a vivir.
Conmovido, mi espíritu alertaba a mi conciencia y me decía:

¡Mira, Juan! ¿Ves? ¡Así es la vida! 

Nacer… Vivir… Morir…

Llorar… Sufrir… Resignarse… 

Aceptar… Comprender… Sonreír… 

Amar… Perdonar… Desapegarse…

De pronto, en medio del estruendo de las olas que destrozaban sus robustos cuerpos en la arena, me pareció distinguir una voz gimiente y lejana que pretendía decirme no se qué. Entrecerré los ojos intentando descifrar aquellas palabras que de forma tan distante llegaban a mis oídos, y cuál fue mi sorpresa al descubrir que era la voz de ¡la propia Muerte! dirigiéndose a mí.

—¡Juan…! ¡Juan…! ¿Qué has hecho? ¡Has descubierto mi secreto! ¡Has descubierto mi secreto! Aquel que durante tanto tiempo he guardado en el interior de los seres humanos. Has roto la vasija del Temor, la que aprisiona sus espíritus y los enceguece. ¡Mírame bien! ¿Ves quién soy?

Soy la Muerte, la otra cara de tú existencia, sin la cual tu vida no tendría valor.

En un instintivo gesto como para protegerme no sé de qué, escondí las manos en mis bolsillos y cerré los ojos. Nuevamente sus doloridas palabras comenzaron a resonar en mis oídos.

—Hoy he perdido mi Poder ante ti y lo he perdido totalmente, porque tu actitud ha sido valiente. He perdido mi Poder ante ti, porque has renunciado a tus apegos, los que has acarreado desde que has nacido pensando que ellos representaban y justificaban tu existencia. Ahora me encuentro desconcertada y sin fuerzas, porque al no tener qué quitarte, ya no me temes.

Conmovido por su infantil confesión y su clamoroso dolor, atiné a esbozar una pálida sonrisa para suavizar su padecer. Aquella incomprendida dama de frías manos e inesperada presencia, esa a la que los hombres pintaban y miraban con horror, se debatía en su propia cárcel de soledad y desazón.

Entonces, en un impensado gesto de bondad y de justicia, exclamé:

—Muerte, ¡escúchame! Yo no soy sabio ni mucho menos valiente. Soy tan frágil como cualquiera de los seres que adormeces a diario en tus brazos.
Soy tan solo un insignificante ser humano que se ha detenido a observar.
Un vagabundo que deambula por este mundo en pos de su destino, un alma que ha descubierto que:

Las hojas verdes, fuertes y pletóricas de vida, se rinden al paso del tiempo y se marchitan; y que el viento, ese caballero invisible y poderoso, se presenta al igual que tú Muerte sin avisar, y es capaz de entrar por cualquiera de las ventanas de mi casa.

Que mis ojos, ¡sí!, los mismos que brillan ante el amor, son también los que relucen brillando cuando las lágrimas los enjuagan; que nada se detiene y que mientras mis cabellos largos y ancianos mueren cada día, otros, diminutos e inocentes, van creciendo tras ellos.

Que la cara oculta de mi sonrisa es mi tristeza y que la Luna resplandece por el Sol.

Que mi plegaria esconde mi impotencia y que mi pequeñez reconocida demuestra mi grandeza.

Que cuando te digo “hasta mañana” soy totalmente inconsciente del momento que estoy viviendo; y que muchas veces dejo de vivir el presente por recrearme en el pasado.

Que el tiempo no existe y que lo que muchas veces las personas llaman futuro, es el vacío de sus presentes; y que cada ilusión en la que me embarco, si no lleva implícito el consentimiento de mi alma, hipoteca absurdamente mi vida.

Que cada abrazo es una despedida para siempre, porque cada momento es único y nunca regresa; que cada amanecer en el que abro mis ojos estoy recibiendo un regalo y que cada noche cuando los cierro, devuelvo mi existencia al infinito.

Y que la Eternidad está presente en cada beso, cuando este se da desde el corazón.

Epílogo

La vida, tal como la vivimos, parece ser solo una reacción que experimentamos a nivel mental, emocional y físico cuando nos enfrentamos a diferentes estímulos.
De esta forma, nuestra existencia se ha transformado en una simple búsqueda y selección de estímulos para lograr sentir determinadas reacciones, sin tomar en cuenta lo que sucede en lo profundo de nuestro ser, más allá de nuestra conciencia habitual, y que permanece aislado de nuestro conocimiento. Hemos perdido la facultad de vivir conscientemente.

¿Qué sucede cuando una persona logra, aunque más no sea por unos momentos, situarse más allá de sus propias reacciones y consigue observarlas sin condenarlas ni justificarlas?

¿Qué ocurre cuando observamos desde fuera de nuestra conciencia habitual las diferentes respuestas mecánicas de nuestro diario funcionar?

En esos momentos uno se da cuenta de que eso que por costumbre llamamos “vida” no tiene que ver en absoluto con lo que en realidad la vida es en sí.

Uno percibe la atemporalidad de la existencia humana y la efímera ilusión de la forma.

Uno percibe una especie de Nada Absoluta en la cual toda la Creación gira en armonía y silencio y se da cuenta de que la vida de los seres en este plano es semejante a una gigantesca pantalla de cine en la cual se proyectan diferentes películas, y que la importancia de estas vivencias es indiferente frente a la inmensidad del proceso de la creación.

Uno descubre que todo lo que le ha sucedido a una persona para llegar a ese estado de percepción ha sido importante y necesario; pero también uno se da cuenta de que todo esfuerzo que realice un ser humano para llegar a ese estado de conciencia es totalmente inútil.

Cuando uno comienza a descubrir el proceso de la existencia en sí mismo, empieza a sentirse inmensamente extraño en medio de su entorno. Descubre entonces que todo por lo que ha luchado hasta el presente cambia repentinamente su valor y por lógica, su importancia.

Uno se da cuenta de que infinidad de cosas que parecían insignificantes se convierten en relevantes y de enorme importancia.

Uno descubre que aquella ciega dependencia humana de posesión que lo unía a la persona amada desaparece y en su lugar surge un sentimiento trascendente y diferente.

Uno siente que sus cosas se tambalean, que todo se mueve y se transforma muy de prisa, y entonces surge la necesidad de una absoluta soledad y de momentos de profundo silencio, pues ellos son un reclamo imprescindible del ser para la supervivencia de su conciencia.

Uno percibe que al dejar de perseguir… alcanza. Y que el alcanzar no significa lograr.

Uno descubre que basta simplemente observar para poder ver. Y que el ver no significa mirar.
Uno se da cuenta que basta con aceptar la fugaz realidad corpórea para poder disfrutar del presente en su plenitud y de esta forma descubrir la eternidad.

Uno percibe como “Dios” (ese sentimiento trascendente de amor) se manifiesta a través del silencio del corazón, muy lejos de las palabras, de las emociones y de los conceptos que lo intentan atrapar y definir.

Uno descubre que el verdadero lenguaje con el cual las Almas pueden comunicarse es el amor. El verdadero amor, que nada posee, porque nada desea. Uno se da cuenta de que solo lo que se realiza en él, es auténtico y trascendente, y lo demás, todo lo demás, es pasajero.

Dios, la Vida, lo Eterno, o como quiéranos llamarlo, desde nuestra actual perspectiva resulta incomprensible para nuestra mente. Tan solo en algunos momentos podemos llegar a percibir un ligero atisbo de lo eterno, cuando nos elevamos por encima de nuestras personalidades y egoísmos. Y solo podemos elevarnos cuando nos damos cuenta de que nuestra vida aquí es tan minúscula e importante como la de cualquier insecto que muere a diario bajo nuestras pisadas. Al darnos cuenta de ello, al tomar conciencia de nuestra insignificancia, nuestra mente puede vislumbrar el eco de lo Eterno, de lo inefable, de lo que no tiene principio ni fin… y que muchos llaman Dios.

La vida es mucho más sencilla de lo que la interpretamos; nada hay de misterioso en ella. La Eternidad habita en la profundidad de los ojos de nuestros semejantes y desde allí nos sonríe continuamente en todo su esplendor.                                                                          

@Juan Vladimir

1995

 

 

                                                                                                                                             

 

cronología  para leer: 

Un dialogo con la muerte / Mi encuentro con ella parte 1º/  parte  2º

¡De qué forma tan inconsciente vivimos nuestra vida y qué pequeños e impotentes nos sentimos cuando la muerte nos deja oír su voz fría en nuestro derredor!
Precisamente hoy, sumergido en este inmenso mar que es mi Yo Profundo, me debato entre mis continuos descubrimientos intentando no defraudar a mi alma que, huérfana y solitaria, sobrevive prisionera en esta celda de huesos frágiles y forma de hombre. 

A lo largo de mi existencia, y por diferentes motivos, me he topado con la muerte en diversas ocasiones. ¡Sí!, y han sido numerosas las veces en que la he visto ataviada con diferentes ropajes, rondando por los pasillos de mi vida.
La descubrí una infantil tarde de otoño, guarecida detrás de un repentino y traicionero infarto que se interpuso en el camino de mi abuelo cuando regresaba de pescar.

Tiempo después, al atravesar mi adolescencia, volví a descubrirla, agazapada detrás de una embolia cruel e inesperada, cuando se apoderó de la vida de mi abuela, a quien yo tanto quería. Posteriormente una noche, volví a reconocerla cuando de forma intrusa viajaba en aquel coche enceguecido, que me embistió violentamente y en el cual viajaban tres muchachas.

Sentí su fría mano sobre mi hombro aquella tarde veraniega en la que cansado y desconcertado por algunas cosas de este mundo, me senté en aquel muelle pensando en que tal vez, si me dejaba caer a las pestilentes aguas que rondaban bajo mis pies, aliviaría para siempre mi dolor.

¿Sabes, querido amigo? En estos días pasados de tantas lluvias y tormentas, una mañana me senté en un banco del paseo para contemplar el gran mar. Después de permanecer un buen rato recreando mis inconstantes pensamientos en las nubes y en la grisácea masa de agua que se agitaba ante mí, intenté adentrarme en el nebuloso horizonte que se presentaba ante mis ojos. Comencé a reflexionar profundamente en el porqué de mi existencia procurando descubrir cuál era el verdadero motivo que me aferraba a esta misteriosa vida. Al cabo de un tiempo, durante el cual las nubes comenzaron a huir despavoridas del fuerte viento que las perseguía, un sinfín de espacios vacíos se apoderó de mi mente y acalló mis desconcertados pensamientos. Entonces empecé a sentirme vacío, completamente vacío y solo, casi sin percibir mi cuerpo, como si estuviera fuera del tiempo. Tan solo mi soledad y mi aliento denotaban mi existencia que, abstraída en el infinito, se desnudaba frente aquel impresionante Dios vestido de grises y blancos. Estaba solo, solo y vacío… pero conmigo mismo.

No sé si fue por la tenue llovizna o por la sigilosa soledad que empapaba mi ser, pero mis ojos comenzaron a perder la visión envueltos en una fría humedad. De pronto tuve la sensación de que mis manos sujetaban algo. ¡Sí!, una llave diminuta y delgada que por arte de no sé qué encanto reposaba entre mis enjutos dedos. Una llave, de apariencia insignificante, pero que podía abrir cualquiera de las dos puertas que se presentaban ante mí: la puerta que custodiaba a la vida y la puerta detrás de la cual habitaba la muerte.

Lo realmente curioso era que mis manos siempre habían guardado esa llave y, sin embargo yo, no me había percatado de ello hasta ese preciso momento.

No sé cuánto tiempo transcurrió desde aquel descubrimiento, tan solo sé que el frío que me paralizaba me sacudió de una forma un tanto temblorosa.

Lentamente, como regresando de un lejano viaje, volví a tomar conciencia de mi presencia frente aquel trascendente paisaje. Entonces descubrí que era yo, yo y nadie más que yo, el que podía escoger cuál de las dos puertas quería abrir.
Nadie me obligaba a nada, era mi propia voluntad la que generaba mis propias responsabilidades. Al darme cuenta de ello, me inundó una sensación de profunda calma y comencé a sentirme libre, completamente libre al comprobar que estaba en mis manos aceptar o rechazar mi existencia en esta Tierra. Entonces, enormemente aliviado alcé mis ojos hacia el vuelo de dos gaviotas que alegres y descaradas, chillaban entre sí.

Cuando estas desaparecieron entre las nubes, volví a contemplar el rugiente Mar. Su fuerza invencible y su pureza etérea penetraron en mi interior. Parecía como si sus rugidos ahuyentasen los titubeos que aún pululaban por los rincones de mi mente.
La Eternidad de aquel instante sacudía mi corazón y lo elevaba hacia la puerta que custodiaba la sagrada Vida. Embargado por la emoción, tan solo atiné a pronunciar la mágica palabra que todo lo puede: “Gracias…”.

De esta forma, volví a adentrarme en mi existencia terrena.

En mis cuarenta y dos años, era la primera vez que tomaba conciencia nítida de lo que significaba vivir. Lo hecho, echo estaba, el pasado ya no me importaba. Lo único importante era cada minuto que esta existencia me estaba regalando. El hoy era lo que en ese preciso momento estaba viviendo. Todo lo demás eran simples ilusiones.

En ese mismo instante en el que la paz comenzaba a anidar en mi ser, una vigorosa ráfaga de viento sacudió el follaje de una palmera. Su fuerte y agudo silbido comenzó a irritar a mis oídos, al mismo tiempo que pequeñas gotas de agua salpicaban mis mejillas. Eran los restos de una gran ola que había perecido en la orilla.

Su blanco espíritu se elevaba desde la espuma con fuerza sobre las aguas, se esparcía por el espacio y volvía a caer. Regresaba otra vez a la gran masa para volver a comenzar, para volver a vivir.
Conmovido, mi espíritu alertaba a mi conciencia y me decía:

¡Mira, Juan! ¿Ves? ¡Así es la vida! 

Nacer… Vivir… Morir…

Llorar… Sufrir… Resignarse… 

Aceptar… Comprender… Sonreír… 

Amar… Perdonar… Desapegarse…

De pronto, en medio del estruendo de las olas que destrozaban sus robustos cuerpos en la arena, me pareció distinguir una voz gimiente y lejana que pretendía decirme no se qué. Entrecerré los ojos intentando descifrar aquellas palabras que de forma tan distante llegaban a mis oídos, y cuál fue mi sorpresa al descubrir que era la voz de ¡la propia Muerte! dirigiéndose a mí.

—¡Juan…! ¡Juan…! ¿Qué has hecho? ¡Has descubierto mi secreto! ¡Has descubierto mi secreto! Aquel que durante tanto tiempo he guardado en el interior de los seres humanos. Has roto la vasija del Temor, la que aprisiona sus espíritus y los enceguece. ¡Mírame bien! ¿Ves quién soy?

Soy la Muerte, la otra cara de tú existencia, sin la cual tu vida no tendría valor.

En un instintivo gesto como para protegerme no sé de qué, escondí las manos en mis bolsillos y cerré los ojos. Nuevamente sus doloridas palabras comenzaron a resonar en mis oídos.

—Hoy he perdido mi Poder ante ti y lo he perdido totalmente, porque tu actitud ha sido valiente. He perdido mi Poder ante ti, porque has renunciado a tus apegos, los que has acarreado desde que has nacido pensando que ellos representaban y justificaban tu existencia. Ahora me encuentro desconcertada y sin fuerzas, porque al no tener qué quitarte, ya no me temes.

Conmovido por su infantil confesión y su clamoroso dolor, atiné a esbozar una pálida sonrisa para suavizar su padecer. Aquella incomprendida dama de frías manos e inesperada presencia, esa a la que los hombres pintaban y miraban con horror, se debatía en su propia cárcel de soledad y desazón.

Entonces, en un impensado gesto de bondad y de justicia, exclamé:

—Muerte, ¡escúchame! Yo no soy sabio ni mucho menos valiente. Soy tan frágil como cualquiera de los seres que adormeces a diario en tus brazos.
Soy tan solo un insignificante ser humano que se ha detenido a observar.
Un vagabundo que deambula por este mundo en pos de su destino, un alma que ha descubierto que:

Las hojas verdes, fuertes y pletóricas de vida, se rinden al paso del tiempo y se marchitan; y que el viento, ese caballero invisible y poderoso, se presenta al igual que tú Muerte sin avisar, y es capaz de entrar por cualquiera de las ventanas de mi casa.

Que mis ojos, ¡sí!, los mismos que brillan ante el amor, son también los que relucen brillando cuando las lágrimas los enjuagan; que nada se detiene y que mientras mis cabellos largos y ancianos mueren cada día, otros, diminutos e inocentes, van creciendo tras ellos.

Que la cara oculta de mi sonrisa es mi tristeza y que la Luna resplandece por el Sol.

Que mi plegaria esconde mi impotencia y que mi pequeñez reconocida demuestra mi grandeza.

Que cuando te digo “hasta mañana” soy totalmente inconsciente del momento que estoy viviendo; y que muchas veces dejo de vivir el presente por recrearme en el pasado.

Que el tiempo no existe y que lo que muchas veces las personas llaman futuro, es el vacío de sus presentes; y que cada ilusión en la que me embarco, si no lleva implícito el consentimiento de mi alma, hipoteca absurdamente mi vida.

Que cada abrazo es una despedida para siempre, porque cada momento es único y nunca regresa; que cada amanecer en el que abro mis ojos estoy recibiendo un regalo y que cada noche cuando los cierro, devuelvo mi existencia al infinito.

Y que la Eternidad está presente en cada beso, cuando este se da desde el corazón.

Epílogo

La vida, tal como la vivimos, parece ser solo una reacción que experimentamos a nivel mental, emocional y físico cuando nos enfrentamos a diferentes estímulos.
De esta forma, nuestra existencia se ha transformado en una simple búsqueda y selección de estímulos para lograr sentir determinadas reacciones, sin tomar en cuenta lo que sucede en lo profundo de nuestro ser, más allá de nuestra conciencia habitual, y que permanece aislado de nuestro conocimiento. Hemos perdido la facultad de vivir conscientemente.

¿Qué sucede cuando una persona logra, aunque más no sea por unos momentos, situarse más allá de sus propias reacciones y consigue observarlas sin condenarlas ni justificarlas?

¿Qué ocurre cuando observamos desde fuera de nuestra conciencia habitual las diferentes respuestas mecánicas de nuestro diario funcionar?

En esos momentos uno se da cuenta de que eso que por costumbre llamamos “vida” no tiene que ver en absoluto con lo que en realidad la vida es en sí.

Uno percibe la atemporalidad de la existencia humana y la efímera ilusión de la forma.

Uno percibe una especie de Nada Absoluta en la cual toda la Creación gira en armonía y silencio y se da cuenta de que la vida de los seres en este plano es semejante a una gigantesca pantalla de cine en la cual se proyectan diferentes películas, y que la importancia de estas vivencias es indiferente frente a la inmensidad del proceso de la creación.

Uno descubre que todo lo que le ha sucedido a una persona para llegar a ese estado de percepción ha sido importante y necesario; pero también uno se da cuenta de que todo esfuerzo que realice un ser humano para llegar a ese estado de conciencia es totalmente inútil.

Cuando uno comienza a descubrir el proceso de la existencia en sí mismo, empieza a sentirse inmensamente extraño en medio de su entorno. Descubre entonces que todo por lo que ha luchado hasta el presente cambia repentinamente su valor y por lógica, su importancia.

Uno se da cuenta de que infinidad de cosas que parecían insignificantes se convierten en relevantes y de enorme importancia.

Uno descubre que aquella ciega dependencia humana de posesión que lo unía a la persona amada desaparece y en su lugar surge un sentimiento trascendente y diferente.

Uno siente que sus cosas se tambalean, que todo se mueve y se transforma muy de prisa, y entonces surge la necesidad de una absoluta soledad y de momentos de profundo silencio, pues ellos son un reclamo imprescindible del ser para la supervivencia de su conciencia.

Uno percibe que al dejar de perseguir… alcanza. Y que el alcanzar no significa lograr.

Uno descubre que basta simplemente observar para poder ver. Y que el ver no significa mirar.
Uno se da cuenta que basta con aceptar la fugaz realidad corpórea para poder disfrutar del presente en su plenitud y de esta forma descubrir la eternidad.

Uno percibe como “Dios” (ese sentimiento trascendente de amor) se manifiesta a través del silencio del corazón, muy lejos de las palabras, de las emociones y de los conceptos que lo intentan atrapar y definir.

Uno descubre que el verdadero lenguaje con el cual las Almas pueden comunicarse es el amor. El verdadero amor, que nada posee, porque nada desea. Uno se da cuenta de que solo lo que se realiza en él, es auténtico y trascendente, y lo demás, todo lo demás, es pasajero.

Dios, la Vida, lo Eterno, o como quiéranos llamarlo, desde nuestra actual perspectiva resulta incomprensible para nuestra mente. Tan solo en algunos momentos podemos llegar a percibir un ligero atisbo de lo eterno, cuando nos elevamos por encima de nuestras personalidades y egoísmos. Y solo podemos elevarnos cuando nos damos cuenta de que nuestra vida aquí es tan minúscula e importante como la de cualquier insecto que muere a diario bajo nuestras pisadas. Al darnos cuenta de ello, al tomar conciencia de nuestra insignificancia, nuestra mente puede vislumbrar el eco de lo Eterno, de lo inefable, de lo que no tiene principio ni fin… y que muchos llaman Dios.

La vida es mucho más sencilla de lo que la interpretamos; nada hay de misterioso en ella. La Eternidad habita en la profundidad de los ojos de nuestros semejantes y desde allí nos sonríe continuamente en todo su esplendor.                                                                          

@Juan Vladimir

1995

 

 

                                                                                                                                             

 

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